Diálogo, la palabra del día. Es un tópico frecuente en el discurso público pero hoy parece escrito con mayúsculas. Diálogo como tratamiento post operatorio tras los indultos a los jefes del prusés, para contener el dolor, rebajar la inflamación y atajar efectos indeseados. El anuncio de don Sánchez ya ha tenido por sí mismo una virtud paliativa. Partidarios y opuestos se han quedado sin pelota de juego. Unos y otros a la expectativa de que se reanude el partido en otra cancha. Los mismos destinatarios de la gracia deben sentirse confundidos y no quieren que sus seguidores se crean del todo que han sido indultados, no sea que se relajen y se vayan a casa. ¿Y ahora, qué? Diálogo, pues.

El lenguaje político es performativo. Las palabras significan lo que el que las pronuncia quiere que signifiquen, como en el cuento de Alicia, y son un imperativo a la acción, como las jaculatorias, los conjuros y los abracadabras. Si decimos república, esperamos que brote ante nuestros ojos con bandera tricolor y gorro frigio; si invocamos al rey esperamos que haga algo por salvar a la patria, y si decimos diálogo ya estamos viendo  a un grupo de individuos venidos de aquí y de allá, muy interesados alrededor de la mesa cambiando salutaciones, mensajes, argumentos, digresiones y, a ver si no, también alguna conclusión. Nada hay más tedioso que cualquier forma de diálogo, ya sea una cumbre de gobernantes o una tertulia de jubilados, pero su prestigio viene de lo que no hacen los dialogantes. Por los menos, no se están matando.

Los viejos del lugar nos criamos en una época en la que el diálogo estaba proscrito por innecesario. Las diferencias vecinales se resolvían metiendo a la otra parte en la cárcel que es lo que preconizan las derechas con los procesistas, sin duda porque así lo han aprendido de sus mayores y porque es lo más cómodo, dónde va a parar. Pero lo cierto es que la generación del abuelo Cebolleta conoció la palabra diálogo uncida a un significado derogatorio. Diálogo de besugos es una expresión frecuente y aceptada por el diccionario rae, quizá ya en desuso, que tiene su origen en la revista infantil DDT donde desde 1951 (gracias, google) se publicaba con este título una sección  en la que dos tipos intercambiaban frases y ocurrencias sin conexión alguna. Aquella negación del valor de la palabra nos producía una risa incontenible. El humor de la época se basaba en la desconfianza hacia el lenguaje, para lo que había razones de sobra. Lo que sabías, veías o querías no era traducible a palabras porque no te escuchaba más que el confesor o el poli de la secreta. Los humoristas afectos al régimen –Álvaro de Laiglesia, Miguel Mihura, Tono- basaban su eficacia en el despiece de la lógica del lenguaje. Ahora todo es más literal. Por ejemplo, este chiste: un tío se levanta una mañana y decide que Cataluña tiene que ser independiente, echa a andar y de alguna manera le siguen uno o dos millones de personas provistas de banderas a propósito.

Ese es otro de los misterios indescifrables para los viejos, el gusto de los más jóvenes por las banderas, que tendrán que dejar a la puerta de talking room porque en último extremo para lo único que valen esos armatostes es para atizar al otro con el mástil. En fin, igual funciona.