La primera imagen que nos dispensó míster Biden como presidente usa fue la de un viejito atareado a la mesa de su despacho, con una pluma en la mano y una pila de carpetas a su derecha en cuyo contenido estampaba su firma con frenesí taylorista. Los documentos firmados constituían una batería de decretos destinada a desmontar el tinglado legislativo de su predecesor. Ignoramos los efectos de estos decretos en la vida de la sociedad norteamericana pero podemos decir que esta actitud presidencial, resolutiva y urgente, destinada a robustecer las esperanzas de la nación están en los antípodas de la actitud medrosa de nuestro gobierno así llamado social-comunista, que no ha sido capaz de afrontar reformas programáticas como la reforma laboral, la ley mordaza, la regulación de los alquileres, y unas pocas más que hubieran enviado un mensaje de confianza y de fuerza a su electorado. La sorpresa de míster Biden y su pila de decretos ha sido verbalizada por comentaristas españoles de izquierda con una mezcla de sorpresa y envidia.

Pero sin duda la medida más audaz del presidente demócrata, por su innegable repercusión en el funcionamiento del capitalismo global, es su apoyo a la suspensión de las patentes de las vacunas contra la Covid19 para facilitar la fabricación de genéricos en países con suficiente potencia industrial pero grandes carencias en servicios de salud, como India. Sin duda, míster Biden sabe lo que sabemos todos, que el capitalismo no puede funcionar mientras la mayor parte de la mano de obra y de los consumidores globales está enfrascada en una agónica batalla por la salud. Para trabajar y consumir es preciso estar sano. No es una cuestión de humanitarismo o, como dirían aquí nuestros pensadores castizos, de buenismo, sino de mero cálculo político. Si Estados Unidos quiere recuperar el liderazgo en el mundo, cuyos horizontes recortó su predecesor con muros y desafíos de barra de bar, necesita probar con hechos que es un buen amigo de la humanidad, y la prueba definitiva es demostrar que vela por su salud. Míster Biden, católico practicante, buscó la bendición del papa de Roma para llevar a cabo la iniciativa. Sin duda tuvo suerte de que fuera Berdoglio y no Wojtyla el que ocupa el sitial de Pedro y resulta curioso este arcaico ritual de buscar la caución pontificia para ejecutar una política de estado, pero puede imaginarse que Biden intenta dar a su propósito una dimensión moral, o cultural, como se dice ahora. Estamos en una nueva forma de guerra planetaria, espesamente simbólica, y no todas las armas están en los arsenales convencionales.

Es una evidencia empírica que la codicia de los ricos –la mano invisible, que es más bien garra visible- ha dejado de ser el vector del orden internacional, y las políticas de Biden van dirigidas a corregir la deriva neoliberal mediante fórmulas que ya han sido probadas en el pasado con notable éxito. Pero, sea como fuere, los luteranos y calvinistas europeos no se han dejado atraer por el gesto ni por el objetivo del presidente norteamericano. Frau Merkel, la patrona de esta casa de inquilinos a la que llamamos Europa, ha dicho no a la suspensión de las patentes. El argumento consabido es que las patentes son el sustento de la innovación en la industria farmacéutica, afirmación desmentida por los hechos cuando se ha visto que la presión de la pandemia ha producido innumerables vacunas en un tiempo récord, algunas de países inimaginables como Cuba.

Lo que las patentes garantizan a los inversores de la industria farmacéutica, además de dividendos copiosos y seguros, es el control de la salud de las sociedades y la sumisión de los estados, obligados a preservarla y en consecuencia a someterse a las condiciones de la industria, que, de propina, llena el mercado de publicitados medicamentos placebo sin otro objeto que fomentar la inseguridad en la ciudadanía, y algo más que se ha visto estos días: la industria farmacéutica y sus opacos comportamientos sobre un bien universal como la salud es la principal fuente de inspiración para los negacionistas, otro factor de peligrosidad pública.

Europa, ese continente con demasiados jubilados, bajas tasas de natalidad y muchos fascistas gruñendo contra la inmigración y contra la ciencia se convierte en una potencia retardataria, y diríase que fuera lo están comprendiendo así.