En los remotos años ochenta, el periódico en el que se ganaba el pan este escribidor tenía una curiosa manera de gestionar la neutralidad periodística en tiempo de campaña electoral. En principio, no se cubrían los actos electorales excepto los que se llamaban en jerga de la época el mitin central, que solía estar protagonizado por el líder nacional de visita en la remota provincia subpirenaica. Fuera de esta excepción, el ingenio del redactor-jefe había instituido un día al azar para cubrir todos los actos que se celebrasen en esa jornada a cargo de políticos locales, con el fin de dejar registro de dos aspectos de supuesto interés: el mensaje del político y la respuesta del público presente.

Ese día la redacción del periódico se desplegaba por la geografía de la provincia y a este escribidor le tocó en suerte un pueblo de la ribera del Ebro donde el candidato local de alianzapopular, la matriz del actual pepé, habría de animar a sus huestes desde el escenario del salón de actos de la casa parroquial. Llegada la hora, en el lugar estaban el candidato, un cámara y su ayudante del centro territorial de la televisión pública (obligada por ley a cubrir todos los actos electorales) y quien esto escribe en funciones de explorador. Ni un alma más por los alrededores. El candidato era un profe de filosofía, como don Gabilondo, que, tras unos largos minutos de desconcierto e instado por los periodistas presentes, subió al escenario y lanzó al vacío una perorata perfectamente olvidable. Al día siguiente, quienes leyeran la crónica en el periódico podrían conocer las circunstancias del naufragio pero quienes se enteraron por la televisión solo vieron a un encendido líder lanzando un discurso; la oquedad desolada que el orador tenía enfrente no formaba parte de la noticia.

A aquel infeliz profe, que vivía en la era anterior a Marshall McLuhan, como don Gabilondo, la televisión le salvó el expediente pero la magia de la tele tanto puede ocultar un naufragio en una paramera como inventar la conquista del nuevo mundo en Vallecas. A este propósito colonial se dirigieron don Abascal y sus valientes con la esperanzada certeza de que encontrarían algunas docenas de indios refractarios a sus intentos de conquista. Y así fue. El único progreso discernible de la humanidad es el tecnológico y la distancia entre aquel mitin vacío de treinta y tantos años atrás y la gamberrada voxiana en Vallecas se mide por el número de cámaras, micrófonos, dispositivos móviles, tuits y tertulianos dispuestos a captar, reproducir, comentar y mangonear el acontecimiento. En este episodio, la única señal de sensatez ha sido la mostrada por la vecina que contemplaba la escena desde la ventana de su casa después de haber colgado en el alféizar un lacónico lienzo blanco con la única palabra vox, en la que el lugar de la o estaba ocupado por un expresivo zurullo.

Semanas después, cuando llegó el día de las urnas, la  candidatura de aquel remoto profe no obtuvo ni un solo voto en el pueblo del mitin fantasma y es de prever que tampoco doña Monasterio gane gran cosa en el terreno de la abigarrada bronca vallecana. Para sus acomodados votantes naturales, Vallecas está más lejos que Suiza o las islas Caimán.