Érase una vez hace muchos, muchos años que nuestro amigo Jordi nos llevó una noche a las fiestas de la Mercè en Barcelona. A los que venís de Pamplona os parecerá un poco sosa, nos advirtió el anfitrión, pero es que somos catalanes. Al contrario, los oriundos de este rincón del golfo de Vizcaya, aquejados por entonces en un sarpullido sangriento, apreciábamos el sentido de la mesura de Jordi y sus compatriotas, que dejaban los excesos pirotécnicos como materia para los grupos de teatro del país, Els Joglars, Comediants, La Fura dels Baus, La Trinca, etcétera, entonces a la vanguardia de esta industria. Cataluña era Suecia con sol y buena cocina, de la que por cierto Jordi era un maestro. En aquel tiempo de inocencia, ni el más aciago de los viajes de ácido podría llevarnos a imaginar el oculto genio para el caos que anida en el alma de los catalanes.

Doña Laura Borràs visita en la cárcel al rapero Pablo Hasél (hasta la tilde está mal puesta) porque, dice la líder de juntspercat, es un preso político. Doña Borràs debería estar enfrascada en la formación del govern y en consecuencia tener en mente las necesidades e intereses de la generalidad de los catalanes, pero en vez de eso se hace fotografiar como una madona doliente a los pies del crucificado. La cabeza de lista de la enésima versión del partido de los pujolets (el gen convergente, que diría Enric Juliana) no parece comprender que si la consideración que merecen las letrillas por las que ha sido condenado su ídolo pasan de la lírica a la política, quiere decirse que, en efecto, el bardo ha hecho apología del método pol pot. Una cosa es rechazar la sanción penal de unas frases, por lo demás de uso común, y otra distinta adherirse desde un cargo público a lo que pregonan. Pero doña Borràs es una trumpista, trumpiana o trúmpica, que de las tres maneras puede decirse, al frente de un desacomplejado movimiento en el que el civismo está representado por un tipo investido de chamán y adornado con cuernos para embestir a la sociedad, ya sea en el capitolio de Washington, en la cárcel de Lleida o en las calles de Barcelona.

El rapero de los cojones ha sufrido una vertiginosa sucesión de mutaciones en unas semanas: poeta primero, sociópata después, líder espiritual de una incendiaria revuelta sin nombre y por último mártir de la causa independentista. Todo en un brevísimo lapso de tiempo porque vivimos una era en que la epopeya se comprime en un tuit y el retablo de los santos es un mural de brocha gorda en la pared de un edificio en ruinas. Y mientras don Puigdemont y el poeta de la tilde chunga ajustan sus partituras para acompasar la melodía, otro socio del caos pide neutralizar a la policía catalana. Las Ménades es un famoso cuento de Julio Cortázar en el que el entusiasmo provocado en el público por un concierto de música clásica asciende de grado hasta convertirse en un salvaje ataque de histeria colectiva. No quiero pensar que los primeros compases del concierto sonaban ya bajo la placidez de aquella remota noche de la fiesta de la Mercè.