Por fin tenemos a la vista el inventario de la rapiña inmobiliaria perpetrada por la iglesia católica al amparo de la ley hipotecaria de don Aznar. La palabra inmatriculación es correcta y bastante clara: significa registrar algo para uno mismo; en castizo se diría pilla lo que puedas y en catalán peix al cove. Pero confieso que la primera vez que leí este neologismo en una noticia de prensa no entendí su significado. Simplemente, mi modesto marco cognitivo de demócrata corriente no podía entender que una entidad privada pudiera adueñarse de bienes del común con la sola manifestación de su voluntad. La fórmula registral de la inmatriculación es: esto es mío porque es mío. Y de esta perplejidad surgían otras preguntas: si la iglesia puede, ¿no podría hacer lo mismo el real madrid o la assemblea nacional catalana, que a estas alturas tienen más fieles e influencia espiritual que cualquier diócesis? Parece que no, es un privilegio exclusivo, otro más, de la iglesia católica.

El tamaño material de este privilegio se cuantifica en 34.961 bienes, de los que 20.014 son inmuebles de culto y dependencias asociadas, lo que quiera que signifique eso, y 14.947 son otros, lo que quiera que signifique otros. Podemos, pues, conjeturar que una parte de los hábitos de nuestra vida cotidiana han pasado a ser, oficialmente, propiedad de la iglesia católica, no solo el templo en el que rezamos, la ermita donde se celebra la fiesta anual del pueblo, el monumento artístico que visitamos, el crucero en el camino por el que paseamos y la campa donde juegan al fútbol los chavales junto al templo parroquial, sino también el aparcamiento donde dejamos el coche, la casa de cultura que fue casa del cura antes de que se mudara a un chalé adosado, el cementerio donde están enterrados nuestros abuelos, etcétera. Es el alpiste con que alimentamos a esta urraca insaciable que vive con nosotros y que en Roma preside un jesuita que se finge franciscano.

La publicación del inventario está destinada a no producir ningún efecto sobre los bienes concernidos porque así lo pactó el gobierno de don Sánchez con la clerecía beneficiaria. La autorización legal de las inmatriculaciones no se modificará y las reclamaciones han de ser de parte, ante la diócesis correspondiente y con documentos acreditativos de propiedad anterior a la inmatriculación, y, en caso de que se probara, la inmatriculación no se considerará un robo, que es la figura penal aplicable a quien se lleva un bien que no le pertenece, sino un error, fácilmente subsanable por la reversión del bien a su antiguo propietario. Cualquiera entiende que es virtualmente imposible llegar a este extremo porque los bienes inmatriculados lo eran del común y ningún particular tiene títulos para reclamarlos.

De manera que podemos considerar que el gobierno y la iglesia han firmado la paz de las inmatriculaciones. No hay gobierno que se sostenga en este país si tiene a la conferencia episcopal en contra y no es cosa de abrir un conflicto por algo tan prescindible como, digamos, la mezquita de Córdoba, que como dijo el listo no se va a mover de ahí. Quizá algún maquiavelillo gubernamental haya creído que la publicación del inventario sacaría los colores a los obispos, enfrentados a la opinión pública. Vana ocurrencia. La iglesia opera con santa desvergüenza, que dijo el otro, y el portavoz episcopal ya ha apuntado la argumentación: los bienes afanados están al servicio del bien común a través de las actividades propias, en la liturgia, en la catequesis y en la caridad. ¿Saben ustedes qué gobierno democrático tiene entre sus servicios públicos la liturgia, la catequesis y la caridad? Han acertado: el gobierno español, solo que los subcontrata con una empresa privada, como se subcontrata la sanidad, la educación o la gestión de las autopistas. Lo importante es que el servicio esté disponible.