Juguete tragicómico en tres actos, prólogo y  epílogo

Prólogo

El primer viaje oficial en avión que hicieron ministros de un gobierno español fue para cubrir el trayecto Madrid-Barcelona, tres o cuatro días después del 14 de abril de 1931, con el objetivo de aplacar las ínfulas independentistas de Francesc Maciâ, que había proclamado la república catalana antes que la república española. A la prensa madrileña le interesó más el carácter inédito del medio de transporte que el objeto del viaje y dio más importancia a los primeros ministros voladores que a la causa que habría provocado la insólita iniciativa. En estos términos lo cuenta Josefina Carabias en Azaña. Los que le llamábamos don Manuel, un libro memorialístico cautivador, escrito en 1980  y reeditado ahora, al que dedicaremos un comentario específico en los días siguientes. Pero volvamos al avión y a la distancia sideral que separa Madrid y Barcelona y que, a pesar del avance de las comunicaciones, diríase que permanece intacta.

I Acto. Presentación

La joven Josefina Carabias trabajada en aquella época como redactora política en el diario Ahora (el de Manuel Chaves Nogales, otro gran periodista de fama editorial ahora mismo) y en aquellos días confusos y agitados que rodean al 14 de abril estaba en la salsa crepitante de noticias, rumores e interpretaciones de todo pelaje que tenía ocupada a la crema de la sociedad madrileña. En su crónica, el 15 abril llegó a la tertulia del café Lion un contertulio procedente de Barcelona al que se le había autorizado el viaje mediante un salvoconducto en el que se leía: Permítase la salida del territorio de l’Estat català a don Melchor Fernández Almagro. El documento tenía un membrete, República Catalana, lo que, a juicio de los allí reunidos quería decir que Cataluña había empezado a dispensar pasaportes para ir a España. Francesc Macià había vitoreado desde el balcón de la diputación de Barcelona, convertida en Generalitat, no a la república a secas como en todas partes sino a la república catalana. [las cursivas son citas literales de las memorias de Carabias]. 

Los contertulios del Lion se alarmaron lo que es imaginable, discutieron si la república catalana estaba o no prevista en el Pacto de San Sebastián y si debían o no informar de los hechos al gobierno republicano de Niceto Alcalá Zamora, recién constituido. El pacto que alumbró la república preveía un estatuto de autonomía para Cataluña después de aprobada la constitución, pero, recuerda la cronista, en aquella reunión no estaba el coronel Macià, que es separatista fanático y fue el que se apoderó ayer de la Generalitat. Los contertulios del Lion siguen dándole vueltas al asunto y Felipe Sánchez Román propone dar aviso de la situación a Manuel Azaña. Otro contertulio sugiere avisar a Indalecio Prieto pero un tercero le disuade porque Prieto es muy impulsivo y este asunto de las autonomías le tiene en ascuas porque a él lo que más le importa es el norte y temería que los vascos nacionalistas, que por añadidura no son republicanos, aprovechen para hacer una barbaridad mayor. Un último interviniente, identificado en el libro como García Tréllez, pero que bien podría ser Augusto Barcia Trelles, dictamina: Lo que a mí no me cabe en la cabeza  es que un gobierno, por muy pocas horas que lleve en el poder y por mucho que se le hayan subido a la cabeza las aclamaciones, no esté enterado de eso, ¿es que no hay teléfono?

Intervino Vicente Cebrián, personaje simpatiquísimo, listo, ocurrente, gran animador de aquella tertulia, para decir: ¡no seáis tontos! lo más probable es que el gobierno esté en ayunas de esto como lo están de tantas cosas, y están muy contentos porque por teléfono les dieron la noticia de que Macià había proclamado la república al grito de ¡viva España!  De esta guisa la tertulia fue dando tumbos hasta que alguien sentenció: Pues, por si acaso, hay que ir enseguida al ministerio de la Guerra. Lo más unificado es lo militar. Las únicas autoridades que no se han movido de sus puestos son los capitanes generales a los que Azaña ordenó anoche mismo que siguieran donde están y cumpliendo con su deber hasta nueva orden. Parece que, de los gobiernos civiles, Maura no pudo entrar en contacto ni con la mitad.

II Acto. Nudo

Sea como fuese que el gobierno republicano tuviera noticia de la particularidad catalana, tan pronto como se reunieron los ministros, que fue enseguida, estuvieron de acuerdo en que debía trasladarse lo antes posible a Barcelona  una comisión a fin de hablar con Macià y deshacer el entuerto fuera como fuera. El gobierno de Madrid había estado relativamente tranquilo, gracias a que Compayns estaba haciendo equilibrios en la cuerda floja, muy pendiente de Madrid, siempre desbordado por los fanáticos. Él fue quien izó la bandera republicana española antes o al tiempo que la catalana en el gobierno civil y en el ayuntamiento, y si algún ¡viva España! se profirió desde los balcones fue probablemente el suyo. De todos modos, había que poner las cosas en claro lo antes posible Que no se produjeran más escándalos como el del salvoconducto de Fernández Almagro, que seguramente recibieron muchas otras personas y que no le dieron importancia.

La expedición ministerial emprendió viaje aéreo a Barcelona tres días después. Formaban la heroica tríada comisionada, Marcelino Domingo, catalán castellanizado, Lluis Nicolau d’Olwer, catalán ejerciente que representaba a Cataluña en el consejo de ministros, y Fernando de los Ríos, quien por su presencia, barba respetable, inmensa erudición histórica y dominio de la dialéctica estaba como hecho de encargo para imponer respeto con la fuerza de su sabiduría y prestigio. El objetivo de la embajada era convencer al coronel Macià de que todo se hiciera conforme a las reglas jurídicas y los compromisos establecidos. La cronista nos cuenta que lo que consiguió esta comisión ministerial es echar un remiendo.

Macià quería hablar con Alcalá Zamora de presidente a presidente. En este encuentro no se habló más de república catalana ni de estado catalán y se convino en que el presidente del gobierno, Niceto Alcalá Zamora, haría un viaje a Barcelona tan pronto como se lo permitieran las circunstancias críticas que exigían su presencia en Madrid, donde algunos ministros se habían opuesto al viaje, singularmente Azaña, quien, a pesar de los sambenitos que le colgaron después, era hombre de tendencia centralista y temperamento jerarquizante, por lo que creía y siguió creyendo que el presidente del gobierno de la nación no era el interlocutor apropiado para el autotitulado presidente de una región, todavía no declarada autónoma. Y así llegamos al último acto.

III Acto. Desenlace

Alcalá Zamora, al contrario que Azaña, creía que no era momento de complicar más la situación, ya de por sí delicada, con tiquismiquismos protocolarios. Tampoco era cosa de repetir el sensacionalismo del avión que, además de peligroso, daba la impresión de cosa precipitada y de ningún modo se prestaba a la solemnidad que, desde casi un siglo atrás, rodeaba a los recibimientos en las estaciones de ferrocarril engalanadas. Azaña insistía: es él [Macià] el que tiene que venir. La república no puede empezar reconociendo señoríos feudales ni templando gaitas.

Alcalá Zamora fue objeto de un recibimiento multitudinario y clamoroso en Barcelona, y no solo conquistó Barcelona, como se solía decir en los términos estereotipados de los periódicos, sino que conquistó también a Macià. El viejo coronel, semejante por fuera a la estampa de don Quijote, era también quijotesco por dentro. La nobleza, la sencillez y la cordialidad andaluza de Alcalá Zamora pudieron más que la aparentemente inquebrantable intransigencia de aquel hombre, también noble, pero de un fanatismo tan tenso y susceptible que cualquier roce le causaba una herida. Don Niceto supo convencerle para que esperase a la aprobación del estatuto. Además, a fuerza de buenas palabras, entre abrazo va y abrazo viene, el seco Macià, el viejo sarmiento de la rabassa, se conmovió tanto con el zumo de uva moscatel andaluza, que nació entre ellos una verdadera amistad que duró mientras vivió el coronel. Un par de años solamente.

Epílogo sin moraleja

Dejaremos aquí la historia –en un ápice optimista de las tortuosas relaciones de Madrid y Barcelona- para no privar al curioso del placer de leer sin voz interpuesta estas muy recomendables memorias de Josefina Carabias. Los hechos que se cuentan en esta historia ocurrieron hace noventa años pero se leen como si fueran noticias del periódico de hoy mismo, y no solo por la maestría narrativa de la autora y la modernidad de su prosa sino porque la llamada cuestión catalana parece condenada a un perpetuo día de la marmota, en la que se repiten los mismos rasgos explosivos de dramatismo, sentimentalidad, intransigencia, rebeldía e impostura, que cuenta la crónica y venimos experimentando en estas fechas. Josefina Carabias cuenta páginas más adelante la presentación en Barcelona del estatuto catalán de 1932, a la que asistió como corresponsal (la única mujer del grupo de periodistas) y en el curso de la cual, en el entrevero de la fervorina popular, se reprodujeron las tensiones y tiquismiquismos entre Azaña y Macià, y por ahí seguido hasta el desenlace final, que conocemos todos. Los personajes que aparecen en este entretenimiento terminaron sus días, unos, en el exilio o frente al pelotón de fusilamiento, otros, encaramados a altos cargos en el aparato de la dictadura de Franco. Esperemos que la historia sea clemente y nos evite la repetición de este final, aunque no sería por falta ganas en algunos de los actores de la actual versión de la tragicomedia.