La prueba de que Cataluña es una nación está en que los que vivimos en otra nación no conseguimos interesarnos por su proceso electoral, a pesar de que los más sesudos comentaristas insisten en que nos concierne a todos. Es como la covid19: no existe hasta que ingresas en cuidados intensivos. El nacionalismo es un prusés de mitosis o división celular por el que la carga genética común se reparte entre dos núcleos y cada uno de estos en otros dos, y así sucesivamente, sin término. Las células así divididas intentan detener la fragmentación creándose una identidad que las blinde de ulteriores divisiones. En vano. La identidad, por su propia naturaleza, es siempre agónica. Eso explica la agitación corpuscular que podemos observar en la platina del microscopio durante este periodo que llamamos electoral, atrozmente tedioso. La pandemia ha evidenciado nuestra común carga genética, así que las divisiones y distingos resultan superfluos e irritantes. ¿Qué preocupación puede tener ahora un catalán que no la tenga un zaireño o un croata o cualquier otro bípedo implume de este planeta?

La mitosis es un proceso imparable que afecta incluso a cuerpos de robusta apariencia  identitaria. En Cataluña se pueden apreciar tres de estas agrupaciones celulares, distinguidas convencionalmente con los nombres de, constitucionalistas, soberanistas e izquierdistas. Basta nombrarlas para darse cuenta de lo lábil que es la clasificación pues cada una de las tres comparte material genético con las otras. Sin embargo, en todas se advierte una mitosis: los así llamados constitucionalistas aparecen divididos en ciutadans, populares y voxianos; los soberanistas, en esquerra y junts, y la izquierda, en socialistas y comunes. Son nombres arbitrarios, que nada indican sobre la naturaleza y el propósito de los así llamados, con la excepción, quizá, de los voxianos, cuyo nombre evoca a una especie de alienígenas de tebeo y que tal vez por eso mismo están llamados a medrar en la realidad virtual que se ha adueñado de nuestro hábitat.

En la platina del microscopio, los corpúsculos mencionados se acercan y se alejan unos de otros, se citan y se ignoran, se aluden y se niegan, se apiñan y se dispersan, en una coreografía tentativa e ininteligible para el profano que parece deberse a una pugna insoluble entre lo identitario y lo comunitario: el yo que aísla y afirma y el nosotros que nos disuelve. Diríase que cada microorganismo busca afinidades electivas pero, apenas las encuentra, se retrae a su zona de confort. Para el observador es un rigodón borroso y aburridísimo en el que la atención se obliga a buscar entretenimiento en detalles extravagantes y chuscos, de los que la oferta es escasa. Están los susurros urticantes de doña Cayetana en su celdilla de you tube, las disparatadas prédicas de doña Ayuso, llegada del ferviente Madrid, o el busto de mármol  de don Puigdemont que preside como un ectoplasma los mítines indepes. Y luego está don Illa, del que no sabemos si es un agente o un efecto, como le han bautizado, del mismo modo que no sabemos si el virus SAR-Cov-2 (que ha llevado a la fama a don illa) es un organismo vivo o una cápsula genética. Continuará.