La pandemia, disparada; el virus, en su apoteosis; los servicios hospitalarios, al borde del colapso; la vacuna apenas titila al final de un túnel interminable y, como cualquier bien público, es objeto de corrupción. En este paisaje se abre un abismo repetitivo, de tragedia nacional, cualquiera que sea la acepción que se dé al término nación. Los políticos, a su bola y en sus cosas y la calle cociéndose en su propio malestar. Los prebostes indebidamente vacunados siguen de actualidad, como pájaros escapados de la jaula, de los que nadie sabe qué hacer cuando se les captura. Algunos dimiten, otros se escaquean y otros más están en paradero desconocido. Debería preocuparnos lo importante, dicen los comentaristas, pero ¿quién sabe lo que es importante?

De la cacofonía reinante emerge la voz del alcalde madrileño, don Almeida, moderado a fuer de mínimo e insustancial, que defiende la pertinencia de que las altas magistraturas del Estado sean vacunadas prioritariamente. Cualquiera puede pensar que don Almeida quiere lamer el culo a la superioridad, hacerse el simpático después de que haya tenido que dimitir el jefe del ejército por saltarse el protocolo (¿hay mayor contrasentido en un militar profesional?) pero la ocurrencia del alcalde no carece de lógica: si la situación es tan grave, mejor quedarse sin población que sin estado; la primera no da más que problemas y el segundo solo proporciona prebendas. Para soslayar cualquier interpretación interesada de su modesta proposición don Almeida ha rechazado que esté pensando en sí mismo para vacunarse. No, él se sacrificará por la causa, aunque, quién sabe, después de vacunadas las altas magistraturas, siempre sobrarán una cuantas vacunas para las medianas y bajas magistraturas. Lo que don Almeida propone es que la vacunación sea de arriba abajo, como se ha distribuido siempre la riqueza, y no de abajo arriba como se está haciendo.

Y mientras don Almeida sugiere una revuelta conservadora del orden sanitario, en la calle una parte de la juventud alegre y combativa, como se decía por estas latitudes hace unos años en circunstancias distintas, insiste en enfrascarse en el contagio y en desafiar al resto de la sociedad. Los llamados botellones no solo no cesan sino que aumentan en número y en concurrencia, y ganan en organización y en resolución frente a la autoridad, y diríase que están a un paso de convertirse en un hecho político. Estas reuniones etílicas no son solo ni principalmente festivas, ni se producen por ignorancia de la gravedad de la situación; al contrario, es esencial en ellas lo que tienen de protesta y rechazo, de impugnación a lo que vagamente llamamos el sistema. Atacarlo por la vía de agitar un virus potencialmente letal y fomentar su difusión supone menos esfuerzo y sin duda menos riesgo que quemar contenedores. En la niebla vírica que nos envuelve atisbamos la estructura de un país conocido: corrupción por arriba, anarquía por abajo. En estas nos deja don Illa, para ir de misiones a Cataluña.