Los catalanes aplazan la fecha de las elecciones regionales, no se sabe por qué ni para qué. La decisión tiene partidarios y detractores. Lo único seguro es que a la población se le da una higa las elecciones porque estamos a otras. El orden de prioridades es, primero, el estado de pandemia del que no es posible extraer ni un adarme de optimismo y después, lo que a veces se llama normalidad: política, deporte, etcétera. Una normalidad sepultada en la niebla del virus, que, entre otros efectos letales, está destrozando la credibilidad de la clase dirigente. Y no digamos de sus juegos y quisicosas. Al parecer, el principal damnificado por el atraso electoral es el efecto Illa.

La pandemia agudiza lo que hay de onírico en la existencia humana. Estamos absortos en  la supervivencia que, en estos momentos, depende del capricho de un organismo invisible y por ahora indómito, así que todo lo demás, efecto Illa incluido, parece un sueño del que estamos prisioneros, una broma que viene de otro mundo. Nunca como hasta ahora ha sido tan perceptible la lejanía de las élites, cuya autoridad, por lo demás, se resquebraja día a día. Los cronistas de episodios pretéritos de la peste dieron noticia de la locura que en ocasiones se adueña de los grupos sociales asediados por la enfermedad. Aquí y por ahora, este riesgo parece conjurado y la sociedad viene demostrando una actitud estoica y cooperativa, sin más excepciones que los hilos de tuiter de un puñado de negacionistas en clara minoría. Pero esta calma aparente no debería engañarnos sobre la hondura de la experiencia que atravesamos. Tantos meses de confinamiento, riesgo, confusión e incertidumbre han de dejar por fuerza un poso que influirá en la visión de la realidad y las actitudes consecuentes. ¿Es un paliativo el efecto Illa?

Quien encarna este efecto es un típico apparatchik del partido socialista, puesto al frente de la cartera de sanidad a la espera de destinos de más provecho. En esas estaba cuando estalló la pandemia y lo convirtió en el jefe de pista del circo nacional. Hay dos maneras de enfrentar una crisis sanitaria: flemática e histérica, apretando los dientes o haciendo aspavientos. Don illa optó por lo primero; la oposición de derecha, por lo segundo, y ganó don Illa y su portavoz, don Simón, que torea las noticias de contagios y defunciones con la probidad del empleado que barre el patio de la basura acumulada ese día. La idea de convertir un riesgo en oportunidad se estudia en las escuelas de negocios, así que si don Illa era capaz de domar la pandemia debía serlo también para domar la crisis catalana.

Y en esas llega el final del aciago 2020, se anuncia la inminencia de la vacuna, la gente se cree con derecho a regalarse unas navidades como dios manda y don Illa anuncia su candidatura en Cataluña, no sin negarlo veinticuatro horas antes, acaso para darle más emoción. Tachán. Ya se ve la luz al final del túnel cuando, zas, se funden los plomos: la vacuna entra renqueando, el virus estalla de júbilo y los catalanes, que ya hace mucho tiempo que van como pollo sin cabeza, aplazan las elecciones. Y ahí está el jefe de pista, tan serio, rodeado de elefantes, tigres, contorsionistas y payasos, y frente a un público cuyo único deseo e interés es que se acabe la fiesta y encontrar la puerta de salida.