Nadie que no sea un felón calumniador podría pensar que haya una relación de causa-efecto en el brevísimo lapso de tiempo que media entre la contrata de don Albert Rivera como abogado de don Casado para temas políticos y la soflama derogatoria que el tipo ha dirigido a la dirigente de su antiguo partido por no haberse sumado al pepé en el rechazo a los presupuestos. Don Rivera, que dice que se había ido, ha vuelto para acusar a doña Arrimadas de haber perdido la dignidad y celebrar que él ya no está en el partido para que no caiga sobre sus hombros el oprobio que, al parecer, ha baldado para siempre a su antigua lugarteniente. Don Rivera, con su carita de bebé consentido, es un cantamañanas desde que en los albores de su carrera política compareció en pelotas en un afiche electoral hasta que tiró la toalla después de haber malbaratado el proyecto político que él mismo había fundado con el inevitable apoyo de un puñado de adinerados e intelectuales, esos personajes que sueñan con que sus ocurrencias sean de obligado cumplimiento y necesitan un agente operativo para llevarlas a efecto.

Don Rivera no es la clase de abogado que elegiría alguien necesitado de una defensa seria de sus intereses ante los tribunales. Demasiado narcisista, demasiado gesticulante, demasiado sobrado. Tampoco es hombre que aguante mucho tiempo sin sentir en la piel los rayos uva que emiten los focos de la plaza pública. Dijo que se retiraba de la política y desde entonces no ha cesado de aparecer por fas o por nefas en los telediarios, sumándose así a la colección de cromos vivientes del régimen de la que forman parte doña Aguirre, don González, don Aznar, don Bono, etcétera, y el achacoso don Corcuera, cuyo sentido del deber por poco le lleva a palmarla en un plató de televisión. Dicen que se van o que se han ido, pero no se van nunca. ¿A dónde irían después de haber vivido en el cielo que no fuera un purgatorio? Ya no mandan, pero ahí están, unos pagados por intereses terceros y otros por pura afición, dando consejos no pedidos, enredando y malmetiendo y sobretodo reivindicándose ante la ola de olvido que ya les llega al cuello.

Doña Arrimadas ha eludido la invectiva de su ex jefe: no se refiere a nosotros. Es una manera de sortear su aliento en el cogote. Ella ha heredado el depauperado negocio de su antiguo patrón y quiere seguir en el mercado tanto tiempo como pueda. Eso significa restaurar la marca originaria e invertir sus activos de la única manera posible, en una negociación en la que está en minoría. La otra alternativa, la que defiende el nuevo abogado del pepé, es dejarse devorar en la leonera de la derecha. Doña Arrimadas viene de un estrepitoso fracaso. La impetuosidad del independentismo catalán nos hace olvidar que ella fue la cabeza de la fuerza más votada en Cataluña, una encomienda que no supo gestionar.  En vez de articular una alternativa, se dedicó a arrancar lazos amarillos con el frenesí de quien arranca cebollinos de una huerta maldita, una gestualidad estéril que solo servía a los intereses del nacionalismo español, y en cuanto pudo emigró a Madrid. Ahora se ha convertido en caperucita naranja en un bosque lleno de lobos, de derechas y de izquierdas, y la única abuelita que parece quererla es don Sánchez.