Hace treinta y cinco años, Margaret Thatcher dobló el brazo a los hasta entonces poderosos sindicatos ingleses, tras la huelga más larga de la historia. Fue el arranque del movimiento liberal larvado hasta entonces porque el acuerdo del capital y de las fuerzas del trabajo, lo que se ha llamado el estado del bienestar, había sido la fórmula dominante en los países occidentales desde el final de la guerra mundial y durante la guerra fría. Los sindicatos llevaron a cabo una huelga resistencial épica pero condenada al fracaso porque la economía rentable se había desplazado de las minas y las grandes empresas siderúrgicas a otros campos hasta entonces inéditos. La exitosa película Billy Elliot describe bien este proceso: el minero se convierte en bailarín; el carbón y el acero mutan en sedas y lentejuelas; la riqueza productiva se convierte en riqueza distractiva. Los efectos de aquella sostenida huelga -acumulación de basuras en las calles, cortes de suministros básicos, interrupciones del transporte- cayeron sobre el modo de vida de amplias capas de la población, sobre todo urbanas, identificadas como clases medias, que hasta entonces habían habitado con comodidad en el estado del bienestar y que en ese momento histórico se pasaron al bando que les era culturalmente propio. Fue en este campo de batalla en el que Thatcher lanzó su grito de guerra y de victoria: la sociedad no existe, solo existen los individuos. La ruptura del pacto social tardó un década en llegar a España, con la victoria de Aznar en 1996, pero llegó con todas sus consecuencias.

Hay una paradoja en este periodo histórico que merece ser aludida. El socialismo, que se proclama internacionalista, necesita el estado-nación para materializar sus conquistas mientras que el liberalismo, que se basa en una pulsión privativa e individualista, se hace global a la vez que constriñe y destruye el estado. Sea como fuere, una sociedad no puede sostenerse en sus bailarines de ballet o, para decirlo en su sentido amplio, en su industria del entretenimiento -si lo sabrán los operadores turísticos-, de modo que los únicos beneficiarios netos de la globalización neoliberal han sido, por la naturaleza de su actividad, las compañías de internet; las demás rentas acumuladas proceden de los cubileteos financieros y de la actividad extractiva del patrimonio público (privatizaciones) y la corrupción consiguiente.

Este sistema se vino abajo en la crisis financiera de 2008, que puso de relieve no solo las desigualdades sociales y nacionales creadas por la globalización sino un generalizado estado de desesperanza que incluye la erosión de la democracia y del que no hemos salido. La única respuesta social y política a la crisis ha sido por ahora la eclosión de los populismos neofascistas, lo que puede entenderse si se advierte el sustrato de nihilismo en el que se soporta la doctrina y la práctica neoliberal. Y en estas llegó el covid19, que elevó el grado de malestar planetario del escalón económico al ecológico. El riesgo ya no es la pobreza, es la muerte. El remedio ya no es la bajada de impuestos ni la campana de Laffer, sino las mascarillas y la vacuna. Doña Ayuso es la agustinadearagón comisionada para defender el fortín neoliberal de España, la babilonia donde los ricos son más ricos y los pobres más pobres, pero no consigue resolver el falso dilema de economía o salud, o mejor dicho, no puede resolverlo porque contradice la consigna inspiradora de la señora Thatcher: la sociedad sí existe y los individuos en sociedad comparten, si no otra cosa, la amenaza de un virus mortal.