El rey viejo escapa y el rey joven se oculta. La ausencia de don Felipe en la entrega de despachos de los nuevos jueces ha afrentado a la judicatura y envalentonado a la oposición. Ambas entidades coinciden en que la culpa de la real ausencia la tiene el gobierno y, en especial, don Sánchez. La críptica excusa de la seguridad del monarca suena chunga. Según la versión más arriscada, don Sánchez, ese felón que nos quiere traer la república para ser él el jefe de estado, habría encerrado al rey en un armario y se habría llevado la llave para impedir que acudiera a celebrar el esplendor de la justicia entre sus togados servidores. Hay otra versión de los hechos, que nadie comenta porque aquí nos gusta lo trillado, lo estridente.

Digamos que la situación se desarrolló así. Al rey le producía verdadera ansiedad verse rodeado de jueces, temblando en sus manos el folio del discurso mientras desgranaba el tópico aquel de que la justicia es igual para todos, etcétera, al que nadie hace el menor caso y solo sirve para pasto de memes en internet. Este verano, el rey y su real familia se han paseado por todos los rincones del país de paisano, ropa ligera y cómoda, un garbeo por el paseo marítimo, un sorbete de limón aquí, una raja de sandía allá, la mascarilla como signo de identidad en medio del innominado pueblo, como una familia más superviviente de la pandemia. Y, ahora, en el primer acto del otoño, ¿quieren que me sumerja en un mar de togas, togado yo mismo? Desde hace un tiempo, las togas me dan yuyu, Pedro, enfundado en ese ropón me veo a mí mismo mandando al talego a mi padre. No se preocupe, señor, no hace falta que vaya a la entrega de despachos. ¿Y qué dirán de mí? Nada, la culpa será mía; después de todo, yo soy el jefe de la tribu, usted solo es el tótem. Ja, ja, muy bien traído, vale, quedamos en eso.

Don Felipe y don Sánchez están en el comienzo de una hermosa amistad, que diría el guión de Casablanca y que tiene precedente en los inmediatos ancestros de ambos. El pesoe se prepara para atravesar un proceloso periodo histórico habitado, entre otras tentaciones fatales, por los cantos de las sirenas republicanas y el capitán ha ocluido con tapones las orejas de la tripulación ordenando que se mantenga a los remos de la gestión diaria, que hay mucho tajo, mientras él mismo se ha atado al mástil de la presidencia para que su corazoncito republicano no le juegue una mala pasada que le lleve a traicionar la razón de estado. Si ha de llegar la república, que la traigan otros, aunque yo sea su primer presidente. Y, en cuanto a los jueces, que se miren el ombligo, que es lo que hacen todo el año.