Este interminable tiempo de mordaza tiene diversos efectos en quienes la llevamos, ya sea por convicción, por civismo o por miedo, y entre los viejos tiene el efecto específico de recordarnos que no hay futuro. Este vacío de esperanza se llena con oleadas de recuerdos que intentan convencernos tras la mascarilla de que hay una vida ya vivida pero que todavía alienta. El colofón de esta involuntaria agitación de la memoria es siempre el mismo: eres un superviviente.

Viene esta divagación a cuento de un recuerdo que ha asaltado al escribidor estos días. Es una portada de la remota revista Triunfo que contenía un reportaje del escritor Alberto Moravia ilustrado con una mano que empuñaba un revólver y apuntaba al lector (Triunfo fue una publicación muy adelantada en el diseño gráfico) y el titular con el que se ha encabezado esta entrada: La América que mata. A finales de los sesenta Estados Unidos era un polvorín al borde del estallido, y Moravia hacia un repaso de los hechos para concluir en el carácter institucionalmente violento de la sociedad norteamericana. Este recuerdo de cuatro décadas atrás lo han despertado las imágenes servidas por los telediarios, un día sí y otro también, de policías que en diversas ciudades norteamericanas aplastan bajo el peso de sus cuerpos, golpean y asfixian hasta la muerte a un detenido y maniatado negro.

Lo que ha cambiado en estas últimas décadas es el estilo de las elites gobernantes, que ahora, presionadas por los medios y las redes sociales, se aprestan a comparecer de inmediato ante el público para deplorar, condenar, rechazar u horrorizarse por el criminal suceso, sin advertir que estas comparecencias que quieren ser tranquilizadoras evidencian al mismo tiempo la impotencia para evitar el delito que deploran, aunque el gobierno esté urgido por masivas manifestaciones cívicas.  La experiencia enseña que las manifestaciones pueden servir, en determinadas circunstancias, para tumbar a un gobierno u obligarle a corregir su ejecutoria, pero no pueden frenar los movimientos criminales que brotan de los fundamentos constitucionales de la sociedad misma. Cada crimen policial contra un detenido negro es replicado días después de manera idéntica en otra ciudad, y luego en otra, como una llamada inaudible, un bramido sordo y subterráneo dirigido y captado por el corazón brumoso de la nación. Trump ha entendido la llamada y lo ha manifestado con claridad irrefutable: podría disparar a la gente en la Quinta Avenida y no perdería votos.

Aquí tenemos un fenómeno análogo: el interminable y regular rosario de asesinatos de mujeres a manos de hombres y las consiguientes manifestaciones de condena no han frenado los crímenes pero han servido para la eclosión de un partido trumpiano con un programa antifeminista que defiende a los maltratadores y que sienta cincuenta y dos diputados en el congreso y cogobierna en varias comunidades autónomas. El crimen del gobierno es una constante histórica pero los vejetes embozados en estos días pertenecemos a la primera generación a la que se hizo creer que el esfuerzo político podría erradicar esta lacra. Ya se ve que no. Volvemos a un siglo atrás, a la época de nuestros abuelos. Y con la mascarilla puesta.