Mi amigo Jordi Llorens admiraba a los holandeses y evocaba golosamente a los burgueses que pintaron Van Eyck, Franz Hals y Rembrandt, sentados ante monumentales jarras de cerveza, confianzudos mientras esperaban durante largos meses el retorno del navío de la Indias Orientales que traía duplicada o triplicada su inversión. Eso es confianza en el capitalismo, subrayaba Jordi que, como todos los de nuestra generación, era un poco comunista pero forzado por las circunstancias a apreciar si no las delicias, sí la fuerza del capital. Rigorismo económico, pericia técnica y ambición comercial. La simbiosis entre capitalismo y ética protestante, que según Max Weber define la identidad de Europa, está en Holanda más acusada que en ninguna otra parte. En España, calvinista era un hereje hasta que los hechos nos han obligago a cambiar de registro intelectivo. Claro que en aquella época que admiraba mi amigo, el mundo era ancho, pródigo y prodigioso, y ahora es estrecho, cicatero y tambaleante.

La paradoja europea radica en que sus naciones dominaron el planeta sin dejar de guerrear ferozmente entre ellas en su propio suelo. Durante toda la edad moderna, Europa fue sin duda la parte más violenta del mundo, dentro y fuera de sus fronteras. Esto fue así hasta la mitad del siglo pasado. La última gran guerra, que es conocida como mundial, fue en realidad doméstica y se hizo en base a los mismos principios que expandieron el poder europeo en el pasado: superioridad técnica, ambición económica y desprecio por los otros pueblos. En esa ocasión, las colonias y posesiones de los países enfrentados en la guerra ayudaron a la causa de los vencedores para, de inmediato, independizarse de las metrópolis. Años cincuenta del siglo XX.

Y así empezó su marcha ese artefacto que llamamos unioneuropea. Un  mosaico de países atribulados y constreñidos pero con los mismos atributos de superioridad y desprecio que en el pasado los hicieron grandes imperios enfrentados, ahora capitidisminuidos y obligados al pacto porque el continente entero está emparedado entre otros imperios aún más grandes. La situación es novedosa e insólita pero el carácter no muda. La unioneuropea es la interminable negociación de un tratado de paz que no culmina nunca. Descartada la opción militar, los países en liza invierten sus energías en alambicadas escaramuzas diplomáticas y administrativas, siempre con un ojo en la bolsa. Fabrizio del Dongo, el personaje descrito por Stendhal en la Cartuja de Parma, resulta un pertinente arquetipo europeo. Fabrizio participa en la batalla de Waterloo sin comprender la situación ni sus consecuencias, del mismo modo que los europeos de a pie asistimos a las batalles diplomáticas que libran nuestro capitostes (Roma, Maastricht, Lisboa, Amsterdam, Schengen, Bruselas) sin entender qué se juega, quién gana y quién pierde, quién avanza y quién retrocede. Estos días se avecina otra batalla dizque decisiva. Diríase que la pandemia común había rebajado los humos particularistas de los contendientes pero no ha sido así. Nuestro general en jefe, don Sánchez, ya ha tomado posiciones y ha advertido que no se conseguirán los objetivos últimos. Otra escaramuza de desgaste, guerra de trincheras y vuelta a la posición de partida, sobre la que planean los cuervos. Los holandeses esperan frente a una jarra de cerveza, seguros de que los piratas del sur no les arrebatarán la carga.