Los europeos quieren una unión fuerte, dice una noticia del día. En un viejo y mal chiste caminan por el campo un millón de gallegos acongojados y lloriqueantes (póngase aquí la etnia o el demos que convenga a los prejuicios del contador) y se cruzan con un paseante que pregunta qué les ocurre, a lo que los interpelados redoblan sus lamentos y responden, ¡nos hemos perdido! Este parece a menudo el estado de ánimo de los habitantes de la parte más próspera, desarrollada y cultivada, en todos los sentidos, del planeta a la que llamamos Europa. Después de la segunda guerra mundial, las naciones que conforman el espacio de este rabito occidental del gran continente euroasiático sufrieron las consecuencias de los desmanes que habían perpetrado durante más de dos siglos y fueron ocupadas desde levante y poniente por los dos imperios emergentes: Rusia y Estados Unidos. Ambas potencias se han replegado o se están replegando al interior de sus fronteras, así que ¿cual es la Europa futura?

Hay una paradoja en los orígenes de la actual Europa, ya que se formó en una situación históricamente inédita –el miedo al holocausto nuclear durante la guerra fría, en la que la línea principal del frente cortaba por mitad el territorio europeo-, a la vez que sus habitantes estaban en estado de shock por las guerras intraeuropeas que ya habían cumplido su ciclo. El origen de la actual identidad europea es un acuerdo de matriz económica y diplomática de los estados geográficamente centrales –Alemania y Francia, principalmente-, que habían tenido intereses contrapuestos desde los albores de la edad moderna y habían estado en bandos enfrentados en la última guerra. El acuerdo implicaba la renuncia al recurso de la fuerza y era una afirmación del deseo de paz, pero esta renuncia estaba impuesta por los intereses de los imperios ocupantes, que a su vez, proporcionaban seguridad a los europeos del este y del oeste a condición de que se sometieran a los respectivos órdenes impuestos por las ocupaciones soviética y norteamericana. Los beligerantes europeos dejaron de ser franceses, italianos, polacos o húngaros para ser comunistas pro soviéticos o liberales pro americanos. Y a callar.

El paso del tiempo desde 1945 fue desplazando el centro de gravedad de la política mundial  desde Europa a otros lugares del planeta donde se jugaban intereses globales de las dos potencias hegemónicas. El proceso se inició con la descolonización de los llamados, entonces, países del tercer mundo, en los años cincuenta, que hizo más insignificante aún a Europa, metrópoli de las colonias ahora emancipadas bajo la férula de los mismos dos imperios que la ocupaban. Pero, al mismo tiempo, el remoto acuerdo intraeuropeo sobre el comercio del carbón y el acero resultó una feliz iniciativa que avanzaba hacia la fórmula del mercado único que conocemos ahora, ampliado a nuevos estados e institucionalizado en sucesivos acuerdos sin desviarse de la matriz económica del invento.

Nadie puede negar el éxito del proceso. Europa ha construido un espacio de bienestar en el que sus ciudadanos no parecen querer oír de mayores compromisos. La fortaleza de la unioneuropea que ahora demandan, al parecer unánimemente, está condicionada por la posición de cada país en el tablero y la percepción de las opiniones públicas nacionales sobre esta posición. Por lo que se ve en los sondeos, la pandemia no ha modificado el estado de ánimo de las sociedades europeas respecto a la unión, no ha mudado la opinión de cada país sobre sus vecinos, ni menos ha acelerado la integración política. El paisaje parece el de un alimento conservado largo tiempo en el frigorífico, que sin embargo no ha alcanzado aún su fecha de caducidad. La palabra la tiene, una vez más, el ama del casa suaba,  frau Merkel.