Nuestra generación aprendió a cantar a la libertad en catalán, en los conciertos de Raimon y de aquel grupo de cantautores arracimados en un trabalenguas, Els Setze Jutges. Joan Manuel Serrat, antes de ser un icono para España y un botifler para sus vecinos independentistas, tuvo el arrojo, heroico en la época, de exigir que la participación española en eurovisión, para la que había sido designado, fuera en catalán. Aquel progresismo tenía un componente urbano, cívico, mestizo y densamente culturizado. El aire mediterráneo traía ecos y aromas de Italia, entonces una potencia cultural y un fascinante teatro de operaciones políticas. Barcelona era la capital de la libertad, y el pesuc, el partido de los comunistas catalanes, la referencia política que nos abrió a la idea del socialismo federal y republicano. Pero no sabría decir hasta qué punto este hilván de lábiles recuerdos no es una ensoñación elaborada por un cerebro aquejado ya de desmemoria. Cuando eres joven se da la paradoja de que sensaciones muy superficiales y anecdóticas dejan huellas indelebles, y quedas condenado a interpretar la realidad a través de lo experimentado en la temprana educación sentimental (el término lo popularizó Manuel Vázquez Montalbán).

Uno de los nombres que flotan en el líquido amniótico de la memoria de aquella época es Rafael Ribó. No era el astro más rutilante de la constelación pero estaba ahí. Otros de mayor fuerza gravitatoria han desaparecido en la oscuridad de la historia. Él, en cambio, no ha dejado de ser visible en tales o cuales circunstancias, la última, dilatadísima en el tiempo, como síndic de greuges (síndico de agravios o defensor del pueblo). Ribó es de la clase de políticos cuya mayor virtud es la durabilidad. Vástago de la elite dirigente catalanista y conservadora, no se ha apeado del coche oficial desde que tenía veinte años. Una nervadura política asombrosamente dúctil y una tablazón a prueba de los más encrespados oleajes le han permitido navegar desde el idealismo juvenil a la corrupción senil por toda clase de aguas, especialmente por la ciénaga pujoliana.  Ahora se enfrenta a un juez para decirle que no sabía que un constructor había pagado los billetes y gastos del viaje que le llevaron a él y a su familia a cierto partido internacional de fútbol en el que jugaba el Barça. Se sabe que un político es de raza cuando cree que asistir a la tribuna de una cancha de fútbol forma parte del servicio público para el que ha sido elegido. Pero, ¿qué clase de defensor del pueblo es alguien que no tiene ni idea de que está siendo sobornado y encuentra natural emprender un viaje de placer sin preguntar siquiera quién ha pagado el billete? Es obvio que este aturdimiento se debe a una larga exposición a los gases del poder, al parecer irresistibles, y que el escribidor, que nada espera, debería saberlo. Pero no puede evitar sentirse como a quien le extraen un diente de leche de una dentadura devastada por las caries y la piorrea.