Un servicio digital de noticias no requerido ni deseado remite cada día al dispositivo móvil un puñado de informaciones de varia lección. Hoy, una de estas noticias, procedente de la ignota web Monarquía confidencial, informa que don Carlos Javier de Borbón-Parma aplaude tres proyectos del gobierno de don Sánchez. Un ciudadano de principios del siglo XXI puede preguntarse a quién le interesa lo que opine el pretendiente carlista al trono del reino de España. Pues bien, quien esto escribe, como Valle-Inclán, padece una fastidiosa querencia por el carlismo, sus andanzas e industrias. El romanticismo aldeano y reaccionario, la dilatada tenacidad de sus empeños levantiscos y su acrisolada voluntad de derrota son ingredientes de una mezcla irresistible, que es posible reconocer en movimientos actuales que a sus promotores les parecen el colmo de glamurosos y futuristas, como el prusés independentista catalán, o, en otro ejemplo más cercano, en la intervención del portavoz de navarrasuma en el debate de investidura de don Sánchez (no es una crítica al diputado don García Adanero, al que aprecio, sino una observación sobre su estilo).

En la remota provincia subpirenaica la transición consistió básicamente en la distribución de los carlistas por todos partidos políticos de la época, a los que nutrieron de militantes y cuadros a derecha e izquierda, toda vez que el proyecto político del carlismo tardío tuvo su funeral, sangriento, en los conocidos sucesos de Montejurra de 1976. Asombra, pues, la permanencia de la espuma carlista en ciertas esferas de la sociedad globalizada, que se manifiesta en  encuentros de boinas rojas, rituales, personajes engalanados, banderas y escudos e incluso desavenencias familiares convertidas en guerras banderizas por la adhesión o el rechazo de partidarios y detractores de la causa. El pretendiente al que alude la noticia ensarta en su nombre completo (o secular, como se dice en la jerga dinástica) los nombres de Hugo, su padre, que dirigió el carlismo dizque progresista en el tardofranquismo; Javier, su abuelo, que autorizó el concurso activo de los carlistas en el golpe militar que acabó con la II República; Sixto, su tío, que estuvo junto a las bandas fascistas que provocaron los asesinatos de Montejurra; en resumen, toda la dinastía al completo por la que han muerto y provocado muertes en varias generaciones de gente del común. Una causa gaseosa, fraudulenta; muertes reales.

¿De qué viven estos personajes que en su tiempo de ocio juegan a hacer política en la cripta de la Historia? Quién sabe: asesorías financieras, bufetes de abogados, rentas patrimoniales, quizá algún gaje de un presupuesto público. Medallas y bandas, blasones y ejecutorias aún conservan poder hipnótico en un universo republicano, y nadie quiere renunciar a la parafernalia familiar, por si acaso, porque nunca se sabe cuándo llegará la oportunidad de volver a la carga. En la época dorada del dinero fácil, entre los dos siglos, el gobierno de la provincia subpirenaica erigió en la ciudad de Estella un museo del carlismo, que al visitante le parece un museo imaginario, novelesco, porque el rigor historiográfico aplicado no consigue disipar el aura de leyenda que envuelve su contenido. En cierta ocasión lo visitó el entonces pretendiente, don Carlos Hugo, tocado con la boina roja, que contaminó de irrealidad el recinto y la historia que contiene.