Por circunstancias que no vienen al caso, el escribidor está estos días enfrascado en materiales literarios relacionados con las guerras balcánicas de los años noventa. Literatura y patria, primero; literatura y guerra, después; literatura y derrota, por último. Un ciclo aciago y melancólico. Entre los personajes que emergen de este laberinto sangriento, Radovan Karadzic es uno de los más notorios: poeta que devino criminal de guerra y purga ahora cadena perpetua. El tránsito entre las palabras imaginadas y creadas y los hechos consumados es pantanoso pero, en ciertas tesituras, asombrosamente fácil. Esto no ocurre con la literatura verdaderamente grande, que nos ilumina sin quemarnos, pero no es infrecuente en la literatura menor, en la que autor busca una relación directa e inmediata del mensaje con sus prejuicios y manías. En ese momento, los libros se convierten en artefactos tóxicos, cuando no letales.

Don Torra no es poeta pero sí un publicista virado en activista político, que ocupa -accidentalmente, según él mismo- la presidencia de una de las instituciones más respetables del país: la Generalitat de Cataluña. Desde ese estrado ha difundido la propuesta de cierto autor, que dirigiéndose a los catalanes, les advierte: si queréis ganar habéis de polarizaros mucho más, escalar más y aceptar altos niveles de sacrificio. De inmediato, sacrificio se ha entendido por su predicado obvio: víctima, héroe, mártir. En resumen, alguien tiene que palmarla para que el mecano funcione. Ya se sabe, patria o muerte, Blut und Boden, la sintonía de estas palabras es antiquísima.

Paul Engler, el autor de esta recomendación a los indepes, que tanto gusta a don Torra, es un humanista, teórico de la desobediencia civil y experto en un término de moda en el independentismo: el momentum, una noción de la física mecánica que define el producto de la masa de un cuerpo por su velocidad en un instante determinado. Aplicado a la política, es la masa popular en marcha contra el muro del estado opresor, que derribará si aprieta (la orden es del molt honorable) lo bastante, aunque, claro está, no sin bajas. Imaginemos, y no cuesta mucho hacerlo, que los nacionalistas españoles le toman la palabra al señor Engler y lanzan una serie masiva de acciones –pacíficas, por supuesto- para ocupar carreteras y aeropuertos catalanes e invadir Barcelona con un millón de personas armadas de rojigualdas. En su ensimismamiento, los soberanistas solo han dañado por ahora la imagen y la economía de Cataluña pero, si se abre la veda, se puede alcanzar cualquier cota. Un nacionalismo desatado es lo más parecido a un buen terremoto. Todas las guerras europeas del siglo XX han tenido un sustrato nacionalista. Volvamos, pues, al espejo yugoslavo.

Don Torra siente una irresistible atracción por Eslovenia, a la que ve como la hermana pequeña y feliz de Cataluña. Es un país de belleza alpina, miembro de la unioeuropea, de veinte mil kilómetros cuadrados, dos millones de habitantes y veinte mil euros de renta per cápita. La gracia de este país es que fue el primero en separarse de la federación yugoslava y lo hizo en un plisplás, a un precio insignificante. Declaró la independencia unilateral, libró una guerra de diez días con el ejército yugoslavo en la que se contabilizaron solo sesenta y dos víctimas mortales, de las que cuarenta y cuatro fueron del enemigo, al que los eslovenos hicieron un millar de prisioneros, y tan ricamente. Eso sí que es una dui chula y como dios manda. Este rápido y feliz desenlace fue debido a que el ejército yugoslavo (o serbio, si se quiere) se retiró para hacer frente al desafío independista de Croacia, al que siguió el de Bosnia-Herzegovina y luego el de Kosovo, en fin, diez años de guerra, atrocidades desconocidas en Europa desde la segunda guerra mundial y el bombardeo masivo de la otan para poner fin al desastre por saturación. Ojo, es sabido que Cataluña no tiene nada que ver con Eslovenia… excepto en la cabeza de don Torra.