La probabilidad de que, tras un hipotético naufragio del trasatlántico, usted tenga que compartir un estrecho bote salvavidas con el cuñado al que ha estado intentado eludir durante toda la travesía, es nula. Pero eso es exactamente lo que les ha ocurrido a Pedro y a Pablo. Vía de agua en el pesoe y vuelco de la gabarra de unidaspodemos, y ahí están don Sánchez y don Iglesias mirándose a la cara en la playa a la que han arribado de milagro, a la espera de encontrar otros náufragos para armar una balsa y reemprender ruta. Entre tanto, y como primera providencia, ambos han lanzado al mar sendos mensajes en botellas dirigidos a sus seguidores. El contenido de los mensajes es un ajuste de cuentas de cada uno con su propio repertorio discursivo, en el que los dos prebostes parecen pedir perdón a las bases.

En su misiva, don Sánchez cuenta a su gente que el preacuerdo con los podemitas era el único modo de romper el bloqueo. La jerga de los políticos es arbitraria y autoindulgente. El bloqueo fue una especie de fuerza meteorológica inventada por el equipo monclovita para justificar la imposibilidad de que su candidato fuera investido presidente por una abstención masiva e injustificada de adversarios y compañeros de viaje, como si las elecciones hubieran alumbrado no unas mayorías y minorías sino una suerte de epifanía política bajo cuya luz, oh, milagro, ha surgido un héroe mitológico, don Sánchez. El bloqueo autoinducido solo bloqueaba la percepción de la realidad, como se demostró a la vuelta de las segundas elecciones. Pero en el contexto del mensaje se transmite la idea de que el preacuerdo de gobierno ha sido un accidente, el mal menor en las circunstancias dadas, no una aceptación de la voluntad ciudadana para hacer una cierta política. El susto de don Sánchez ha debido ser morrocotudo porque nadie emprende un crucero en trasatlántico para terminar en una isla desierta con tu cuñado.

A su turno, don Iglesias se ha dirigido a la feligresía para advertirle que los cielos se toman con perseverancia, y no al asalto como él pregonaba cuando aún no se había enfrentado con la realidad, a cuyo contacto el profeta armado ha mutado en párroco de aldea. Tendremos que ceder en muchas cosas, advierte el líder podemita a sus seguidores, como si eso no hubiera sido evidente desde el momento mismo en que apostó por un gobierno de coalición en el que su partido estaría necesariamente en minoría. No importa, su hazaña no puede ser subestimada. Es el primer político de izquierda/izquierda que se sienta en el consejo de ministros en cuarenta años; el liderazgo interno en su partido está asegurado.

Pedro y Pablo son tipos con baraca, no hay duda, pero el menú gubernamental que les espera está lejos de ser de su gusto. El primero preferiría otros platos y otros comensales en la mesa y el segundo ya adivina que se va a quedar con hambre. La isla desierta les va a obligar a reinventarse a sí mismos, como en cualquier historia de náufragos. Lo que les espera no aparece en el catálogo de deseos de la izquierda. Habrán de enfrentar una nueva recesión sin hacer caer otra vez el coste de la factura sobre los de abajo; habrán de encarrilar hacia una solución el conflicto catalán con una Cataluña enrabietada y confusa; habrán de iniciar un cambio del modelo productivo y fiscal con la oposición o la resistencia de las corporaciones empresariales, por mencionar solo los asuntos de más bulto. En resumen, impulsar la economía, recoser la sociedad y devolver la esperanza al común. Y todo, en medio de una oposición tempestuosa con más cabezas que la hidra. Si sobreviven al desafío con algún éxito pasarán a los libros de historia y, quién sabe, quizá consigan enmudecer a Felipe González.