Estas últimas cuarenta ocho horas y probablemente los días siguientes discurrirán como una tarde del día de reyes. La chiquillería ha abierto los paquetes de regalo, los adultos han perorado sobre su beneficio y utilidad y se siente que la alegría vira en decepción mientras los más tenaces están enfrascados en la tarea de armar el mecano, que se resiste a parecerse al del anuncio de la tele.  El día de reyes puede resumirse en una exclamación infantil al deshacer el envoltorio, ¡es lo yo que quería!, pronunciada diez minutos antes de que el contenido del paquete forme parte del paisaje doméstico como un armatoste más. Todo esto ocurre en una atmósfera espesa, somnolienta, en la que se abre paso el deseo de volver a la realidad.

El día de reyes no es una fiesta para viejos, los cuales han de hacer un notable esfuerzo de fingimiento para compartir la ilusión, que a veces también parece fingida, de los más jóvenes. Qué habrán pensado los que nacieron a la política con el llamado movimiento del quince-eme, los indignados de hace ocho años. Han llegado a la meta dejando jirones de piel en la carrera, pero la meta, ¿era esto? Uno de estos indignados ha encontrado una metáfora feliz para congraciar su estado de ánimo con la realidad: un transporte público casi nunca te deja en la puerta de casa. En efecto, y a menudo llega cuando puede, si llega, como está ocurriendo estos días en el transporte urbano de esta ciudad.  La empresa lo avisa con pasquines pegados en las marquesinas: el horario previsto es aproximativo. Don Iglesias también ha avisado a sus proveedores y clientes: vamos a tener que ceder en muchas cosas.

Y los sociatas,  ¿qué piensan de lo que está ocurriendo? Es fácil imaginarlos en la zozobra de esas familias de clase media que sienten que el suelo se resquebraja a sus pies. El padre, un pequeño empresario en apuros; la madre, enfermera o secretaria al borde de la prejubilación, y los hijos, el mayor, falso autónomo de glovo y la otra buscándose la vida en Manchester. Los padres, como los barones socialistas, no saben si su misión histórica es sostener el sistema o cambiarlo. Este titubeo va a ser el eje doctrinal del nuevo gobierno. En la tele aparece fugazmente don Felipe González, como siempre aparece cuando la patria está en peligro. Su broncíneo rostro no oculta una bien dosificada mezcla de altanería y contrariedad. El periodista le pregunta si ha felicitado a don Sánchez por su victoria electoral. Respuesta: no me parecía necesario hacerlo. Pobre don Sánchez, al que el destino le ha llevado a matar al padre, como a Edipo. (Una modesta proposición: si van a cambiar las cosas, aunque sea un poco, ¿no se podría empezar por dejar de exhumar en cada ocasión a Felipe González?)

En la derecha van a piñón fijo y han desplegado todo el arsenal de improperios que llevan siempre en la mochila para un por si acaso. Pero no pueden ocultar el desconcierto en sus filas. Don Casado, que se esfuerza por dejar de ser un zascandil, guarda silencio entre puñales. Los huérfanos de don Rivera van a entregar la vara de mando a doña Arrimadas, lo que significa que siguen en modo bronca hasta que no les quede aire en los pulmones, y los voxianos están a su disruptiva bola, poniendo en aprietos a sus socios y obligando a la inefable doña Ayuso a reconocer que dios no la hizo perfecta y que por eso no es de vox. Y esto es todo lo ocurre el día de después. No parecen las peores noticias imaginables.