La orquesta mediática está dedicada hoy, inevitablemente, a afinar la melodía que arrojaron ayer las urnas. Bagatelas. El escribidor, que cumplió setenta el día víspera de las elecciones y dedicó la jornada a reflexiones más melancólicas que las que prometían los comicios, tiene una hipótesis que quizá valiera la pena que se contrastase, a saber: las elecciones las han ganado los partidos de los viejos. La intuición vino a media mañana, cuando bajo una lluvia torrencial, los viejos (este barrio es un geriátrico) hacían cola en el colegio electoral, algunos como bebés renacidos dentro de la cápsula de plástico que envolvía como una placenta su silla de ruedas.

La confirmación llegó con los resultados. El pesoe no perdió tanto como merecía el pavo real que lo dirige y el pepé ganó mucho más de lo que amerita el botarate que tienen al frente. En los dos casos, el resultado fue a pesar de su dirigencia y se debe a la mezcla de sales minerales que mantiene enhiesto y florido el vapuleado régimen del 78. La erupción voxiana es el regreso a la semilla, el momento anterior a la inauguración de la democracia. La respuesta paleológica de ese mismo público de viejos -no solo de edad, también por herencia- al aparente caos reinante.

No importa que las manifas de apoyo a tal o cual partido aparezcan nutridas de jóvenes. Los que ganan las elecciones son los viejos, aferrados a su papeleta de voto, que no quieren ni sobresaltos ni que su biografía cívica y política termine en almoneda. La democracia española nació cuando la sociedad hizo suya la herencia de la dictadura para mantenerla y/o reformarla siempre con cautela y pasos cortos. Don Felipe González fue el que mejor entendió este dubitativo estado de ánimo. Su primera visita oficial como presidente del gobierno fue a los cuarteles de la división  acorazada brunete, la misma que pudo haber decantado a favor de los golpistas el veintitrés-efe, y en la misma onda veraneó en el yate del caudillo difunto y los primeros informativos de la radio pública recuperaron durante un tiempo, como broma o sobreentendido, el título franquista de el parte. Eran señales tranquilizadoras, que otorgaron a don González el más dilatado periodo de gobernanza de la democracia. También fue la época de la Europa pujante, la locomotora que tiraba de la destartalada España. Si quieren experimentar auténtico vértigo, echen un vistazo a las páginas de sociedad de la hemeroteca de los ochenta, de los que solo queremos recordar el ancho de las hombreras.

El tiempo pasa y una nueva generación ha venido a ocupar el escaparate del liderazgo político. En conjunto forman un jardín de narcisos y están ahí porque yo lo valgo, el eslogan publicitario que también ha cumplido los cuarenta, como ellos mismos y el sistema democrático. Vale la pena detenerse en los quebrantos de los partidos emergentes. A la derecha, los ciudadanos naranjos surgieron del oportunismo y la arrogancia de la era aznárida finisecular con un lema –ni rojos ni azules– que pretendía hacer tabula rasa de la memoria colectiva, y un propósito de boquilla: acabar con la corrupción, endémica en la política española desde el origen del constitucionalismo parlamentario, hasta el punto de que, por grave y escandalosa que sea, resulta anecdótica y no afecta al voto. Con este menguado arsenal ideológico, los naranjos danzaron como un saltimbanqui de una esquina a otra del salón de baile hasta terminar en el rincón en el que habían nacido sin saberlo. En el momento álgido, el pasado verano, su desenvuelto líder se fue de vacaciones a retozar con una cantante. El resultado es el sabido.

A la izquierda, los podemitas nacieron de una  explosión de descontento de las clases bajas que por efecto de la crisis, y de las brutales medidas de recorte aplicadas como remedio,  tenían vedado el paso al bienestar que significa un empleo estable, un sueldo decente, una vivienda digna y unos mínimos servicios sociales; nada que no haya estado al alcance de la generación anterior. Ese malestar cierto, y aún presente, fue articulado por un puñado de brillantísimos profes de ciencias políticas que, impulsados por la ola de descontento, obtuvieron setenta diputados: muchos para el primer impulso pero pocos para cambiar las cosas. Había que esperar otra oportunidad y la espera se convirtió de inmediato en ocasión para la discordia interna, que aún dura, y que está empujando a los morados (el color del feminismo es también el de la cuaresma para los viejos que votaron ayer) a la posición marginal o testimonial que antes ocuparon el pecé e izquierdaunida, a los que han fagocitado. Entre tantas ocupaciones públicas, la pareja dirigente no ha renunciado a los permisos de paternidad que les corresponden, así caigan chuzos de punta sobre su negocio político. Habría que examinar la influencia desmovilizadora que tiene en los respectivos electorados esta exhibición de hábitos de clase bienestante. Ni todos los autónomos, a los que dicen defender los naranjos, pueden veranear con una cantante de moda, ni todos los desposeídos, en nombre de los que hablan los podemitas, pueden formar una familia numerosa en un chalé con jardín. Son las nuevas clases sociales las que están huérfanas por incomparecencia de quienes dicen representarlas. Ahí lo dejo.