La tecnología es el motor que cambia la historia, lo demás es retórica. El escribidor se ha sentado frente al televisor para seguir la exhumación de la momia y se ha sorprendido a sí mismo pensando en el acontecimiento sub especie tecnologicae. También estuvo sentado ante el televisor entonces, cuando la inhumación, cuarenta y cuatro años atrás: una sola señal televisiva en blanco y negro emitida desde un punto estático ante el que desfilaban decenas de miles de personas. Las masas en la calle, banderas, consignas y saludos rituales, y la voz del comentarista, contenida, sorda, a la funerala. La historia tal como era cuando aún podía distinguirse el acontecimiento real del soporte documental que lo registraba. Cuatro décadas después, la exhumación ha tenido lugar en un universo virtual urdido por un concierto de múltiples canales de televisión, en vibrante color y desde innumerables perspectivas, con comentaristas de todos los pelajes y tonos, pero sin una sola imagen significativa del acto y sin público presencial en absoluto, si exceptuamos una o dos docenas de paisanos confinados en los márgenes del escenario tras una pancarta, náufragos de su propia nostalgia. Lo que discurría ante los ojos del telespectador bien podría ser un número de prestidigitación de David Copperfield.

La democracia española es huérfana de un acto fundacional, que fue sustituido por un procedimiento, la transición, y un talante, el consenso. Aceptamos que somos demócratas porque no podemos ser otra cosa, diría don Cánovas, uno de los inspiradores de la derecha local. Esta carencia inaugural hace que nos repitamos de continuo que nuestra democracia está plenamente homologada con las democracias del entorno, como es obvio. Pero la evidencia de la práctica política diaria no consigue otorgar al sistema legitimidad de origen. Hoy era un buen día para repetir la muletilla de la democracia consolidada (la hemos oído otra vez por la tele) porque la momia extiende su sombra sobre el presente y su exhumación, tras un proceso tardío, accidentado y tortuoso, tampoco ha conseguido significar ese cambio histórico que don Sánchez pregonó en la tribuna de la onu y reiterado hoy en una floreada declaración cuando la misión estaba cumplida.

Un poco más de la mitad de los españoles creemos que la exhumación era un acto necesario y exigible, pero la otra mitad encuentra que es indiferente o se oponen a ello. La momia, a la postre, es un talismán, venturoso o aciago según cuándo, cómo y para quién. Su primer enterramiento abrió el periodo más largo, libre, pacífico y próspero que ha conocido la sociedad española desde que se tiene memoria. Quién sabe si la procesión del silencio de hoy en Cuelgamuros y el segundo enterramiento en Mingorrubio no traerá otro ciclo de vacas gordas. Sin duda, ese era el afán apenas secreto del gobierno. Pero, por ahora, los augurios no pintan bien. Cataluña está levantada, como en el treinta y cuatro, y el franquismo voxiano rampa en la sociedad y en el parlamento, como en el treinta y seis. Confiemos en que la tecnología, en el sentido más amplio imaginable, nos impida repetir la historia y no haya que volver a exhumar la momia, ni viva ni muerta.