La gente de nuestra generación nacimos apátridas. El país donde vimos la luz, fuimos a la escuela y en el que nuestros padres se deslomaron para pagar la hipoteca del piso de protección oficial no tenía nombre. Era un lugar secuestrado por una casta de militares, curas y oligarcas disfrazados con camisa azul, que se habían adueñado del patrimonio común, las instituciones y los símbolos. Eran de su propiedad, como lo eran las fincas, los bancos, las iglesias, las procesiones, los desfiles y las comparsas de coros y danzas. Aquella entelequia que planeaba sobre nuestras cabezas como el águila de la bandera, más amenazadora que protectora, era lo que llamaban España, un jodido incordio más que otra cosa. Los vociferantes mandamases de la época se esforzaban (no mucho tampoco, ellos ya habían conseguido lo suyo) por convencernos de que esta apatridia que aquejaba a nuestra infancia y juventud producía déficit de calcio en los huesos y de testosterona en los huevos. Pero, en realidad el déficit de glóbulos patrióticos en la sangre tenía enormes ventajas porque nos permitía entregarnos a nuestras querencias y a nuestros sueños; en resumen, nos permitía vivir libres, al menos mientras no topabas con la pareja de la guardia civil. Para nuestra generación, España fue el nombre que recibía un corral triste, opresivo y gris, con cuajarones de sangre  en muros y surcos, del que queríamos huir.

El cotarro del 78 alteró un tanto este orden de cosas. La bandera perdió el águila, el himno siguió sin letra, los militares volvieron a los cuarteles, los curas a las sacristías, más o menos, y los oligarcas mudaron la camisa azul por una blanca con corbata de color pastel, y la apatridia siguió siendo de curso legal durante los cuarenta años siguientes, hasta ahora en que hemos vuelto a la casilla de salida. Cuatro de los cinco partidos nacionales que se presentan a las elecciones llevan en su lema de campaña la palabra mágica: ahora gobierno, ahora españa (pesoe), españa siempre  (vox), españa en marcha (ciudadanos), ¿izquierda o derecha? españa (pepé). No vale la pena comentar esta sarta de consignas inanes y ni siquiera rimbombantes (solo falta arriba españa) pero quizá sí recordar que el último lema mencionado lo oyó tal cual quien esto escribe a los once años (segundo de bachillerato de la época) de la boca del profesor de formación del espíritu nacional, don Romero, que luego se fugó con los fondos que el colegio había provisto para una excursión escolar por el Camino de Santiago. Es una prueba algo más que anecdótica de la continuidad de costumbres del patriotismo. Aquel don Romero es a este don Bárcenas lo que un seiscientos a un hummer: una cuestión de escala.

¿Cuál es la causa de esta murga españolera con la que nuestra inepta clase política ha decidido afligirnos mientras mendiga nuestro voto? La respuesta más obvia es la sublevación de los independentistas catalanes y sus performances bajo la refinada batuta de don Torra y compañía pero en realidad de lo que se trata es de compactar el poder político y económico ante una situación incierta a la que estamos buscando nombre y pronóstico: recesión, ralentización, desaceleración o como quiera llamarse con tal de que no sea una (otra) crisis, lagarto, lagarto y que, sea lo que sea, el gobierno no resolverá. El nacionalismo es como el cactus, una flor del desierto: se presenta muy tiesa y punzante y con llamativos adornos florales en la cresta pero no puede ocultar la esterilidad del suelo en el que crece. Cuando las élites no ofrecen nada de aquello para lo que se les vota, tocan a rebato y, hala, todos a salvar a la patria.  Conmigo que no cuenten.