Crónicas de agosto, 15

El parlamento británico echa el cierre. Un primer ministro con cara de piripi y penacho de pájaro loco ha puesto en cuarentena ochocientos años de parlamentarismo para ¿qué? Con toda seguridad, ni siquiera él lo sabe. El tópico al que llamamos bréxit es la deriva histórica, diríase que la caída en barrena, de uno de los países más antiguos, solventes y acreditados  del planeta. Los brexiters quieren salir de la unioneuropea para recuperar el control del destino del país y empiezan por amordazar a la institución que da legitimidad y sentido a ese destino. Quizá sea una extravagancia británica. La clase de ocurrencia que no deja de asombrar a los europeos continentales. Ahí están el primer ministro y la reina ceremoniosamente inclinados uno frente a la otra en una grotesca imagen vintage que dinamita el mundo tal como lo hemos conocido. Mister Johnson ha llegado a la conclusión de que el guirigay que se ha adueñado del parlamento no ayuda a sus planes y ha optado por cerrar el pico a la institución mientras prepara una oferta que no podrán rechazar. Desde luego, no tiene ni idea de qué puede ofrecer pero eso se verá luego.

La globalización ha tenido un doble efecto de consecuencias por ahora solo intuidas pero potencialmente catastróficas. La primera es que ha reducido el espacio de maniobra de los estados nacionales a cuestiones menores de ámbito doméstico: la economía y el comercio ya no dependen de las políticas de los estados. La  segunda consecuencia se deriva de la anterior: la globalización ha agrandado la brecha entre ricos y pobres; los primeros no necesitan al gobierno excepto para bajar los impuestos y para los segundos no hay gobierno capaz de atender a sus necesidades. En este marco ha surgido lo que llamamos finamente nacionalpopulismo y que hace un siglo se llamaba fascismo: políticos disruptivos surgidos de las clases ricas y de las filas conservadoras, dispuestos a acaudillar a las clases sociales desheredadas de los beneficios de la globalización.  Por supuesto, estos líderes no tienen ninguna solución a los problemas a los que se enfrentan pero no hay duda de que se divierten enormemente llevando a cabo actuaciones alocadas y gesticulantes de las que nadie les pedirá responsabilidades.

En un mundo interconectado, la secesión es una tentación pero no una solución, como también han experimentado los independentistas catalanes, porque la entidad escindida, ya sea un estado plenamente formado, como Reino Unido, o una nación embrionaria, como Cataluña, carecen de músculo para afrontar los retos que comporta la globalización. De añadidura, el tirón de la secesión tiene el efecto más contundente en la propia casa. En Cataluña, los indepes están a la greña y en Reino Unido han enmudecido al parlamento.