Crónicas de agosto, 10

La constitución es una mina de sorpresas, o un campo minado, si se prefiere. Artículos constitucionales que parecieron ornamentales en los buenos viejos tiempos han resultado componentes del muro de carga y una lluvia de cascotes empieza a caer sobre las cabezas de los inquilinos de nuestra democracia. La chapuza no es solución, como ya se ha visto. La intentaron don Zapatero y don Rajoy cuando una noche oscura se confabularon para modificar el artículo 135 y los españoles pasaron por mandato constitucional de ser ciudadanos de un estado soberano a deudores de los prestamistas de los mercados. España es un país estructuralmente endeudado, lo que se parece bastante a una empresa en quiebra, así que a consecuencia de aquella modificación, el artículo 10 quedó, si no abolido, sí suspendido de facto. Los derechos a la vivienda, a la sanidad, a la educación, y demás partidas de gasto público que hacen posible la dignidad de la persona y los derechos inviolables a los que se refiere este artículo, quedaron condicionados a que antes el estado pague su deuda. Aquella reforma constitucional instauró un régimen que asemeja al de las familias de parias en las sociedades primitivas, que han de entregar a sus hijos como caución para sus acreedores.

La crisis económica siguió su curso y zarandeó el equilibrio territorial del país, y entonces descubrimos el artículo 155, del que nadie se había preocupado nunca, hasta el punto de que carecía de ley orgánica que desarrollase su aplicación. La literalidad del artículo es razonable y aparentemente leve bajo el aséptico principio de la coerción federal, pero al ser aplicado  a Cataluña por la deriva independentista de su gobierno electo, dio un hachazo a uno de los pilares del consenso constitucional y abrió una brecha en la cohesión del país cuando la derecha propuso, y todavía propone, aplicarlo sine die, lo que convierte la blanda coerción federal en un duro estado de excepción.

Y, sin salir de la crisis económica y sus efectos, ahora toca el artículo 99. La figura del rey es el florero del sistema constitucional, que, aparte de sus labores representativas, tiene como única función institucional la designación del candidato a la presidencia del gobierno una vez que el líder más votado se garantiza los apoyos necesarios en el parlamento. Para Juan Carlos I, que, ay, mañana ingresa en el quirófano por una dolencia de corazón, este trámite fue siempre pan comido. El candidato de turno llevaba las cuentas hechas a la consulta con el monarca y la elección del presidente del gobierno salía según lo previsto. Su hijo Felipe no ha tenido tanta suerte, ni con don Rajoy antes ni con don Sánchez ahora. La crisis económica también ha roto la armonía parlamentaria y los candidatos no quieren o no pueden cerrar las cuentas. El artículo 99 regula este trámite devenido en maldito lío. ¿Qué debe hacer el rey ante la parálisis creada?  Unos entienden que el monarca debiera apretar las tuercas al candidato para que haga el trabajo que le corresponde y otros creen que al rey, ni tocarlo, no vaya a ser que jarrón del florero se nos venga al suelo. De momento, y mientras nos aclaramos, el rey y su reina se han ido de vacaciones. Uno de los atributos de la monarquía es pasárselo como dios mientras los demás sudan tinta china.

Una modesta proposición: ya que la aciaga fortuna ha llevado a que el rey emérito sea abierto en canal en la mesa de operaciones, quizá un arúspice podría echar un vistazo a las vísceras para cerciorarnos de que la operación quirúrgica no anuncia el final del régimen del 78. Porque si no es así, vaya susto.