Crónicas de agosto, 9

Nuestro jefe de gobierno tiene querencias mayestáticas y  el rey y la reina son más de gustos burgueses. El primero veranea en inabarcables palacios del patrimonio nacional mientras la real pareja digamos que lo hace en el Caribe, a donde van los nuevos ricos y los que quieren parecerlo. Don Sánchez se lleva el estado, suponemos, en el troler de equipaje mientras los reyes dejan la corona y el armiño en casa, que dan mucho calor en el trópico. Después de la murga mallorquina, con misa en la catedral, abuela pesada con las niñas, besamanos de las autoridades, audiencia de pleitesía del jefe de gobierno y posado fotográfico, los reyes dan un brinco, hacen una peineta desde la ventanilla del avión a la nación que los adora allá abajo y ¡hala! a pasar unos días de incógnito en una playa paradisíaca con una piña colada en la mano.

Antaño, los reyes lo eran a tiempo completo, día y noche y desde la cuna a la tumba, pero ahora lo son solo en horario de oficina. Se acabó, pues, el problema de los dos cuerpos del rey, que traía de cabeza a los teólogos medievales, según el cual el monarca tenía un cuerpo físico, como el de cualquier mortal, y otro místico, que encarnaba al reino. Hoy la parte mística se ha evaporado y un rey en bañador en una playa caribeña solo puede representar a una agencia de viajes.  En el último tramo de la historia española, el creador de la real conciliación laboral entre la física y la mística fue el padre del monarca reinante, hoy emérito, que ejerció el pluriempleo como rey y como comisionista y tenía tantos cuerpos como trajes, ya fuera de capitán general o de cazador de elefantes. Uno para presentarse en escena y los otros para los entreactos. El oficio de rey se ha convertido en una tarea tan monótona y plana que el que lo ejerce necesita un armario lleno de disfraces para encerrarse en él cuando el público se ha ido a su casa. A eso llaman opacidad de la institución monárquica.

La opacidad real se consideró un vicio en esta época de transparencia y, hace cinco años, lo que pudo saberse de las andanzas del rey en ejercicio a través de las rasgaduras del tejido impermeable que rodeaba su vida, le  obligó a la abdicación. Fueron tiempos febriles, de fuerzas emergentes, en los que parecía que todos los personajes de la escena pública –políticos, comentaristas, tertulianos, politólogos- traían bajo el brazo una reforma constitucional que, entre otros cambios, habría de modificar el estatuto de la corona para acabar con la zona oscura de sus actividades, y por qué no, ya puestos, se podría abolir la monarquía. A juzgar por las banderas republicanas que se veían en las manifestaciones, aquello parecía al alcance de la mano. Por lo que sea, en estos cincos años, el vendaval reformista ha virado en un plúmbeo bochorno conservador y hoy nadie habla de reformas constitucionales; bastante si conseguimos tener un gobierno medianito. Entretanto, el rey y la reina, como todos los españoles que pueden pagárselo, se han ido de vacaciones, a la espera de la vuelta al cole.