La tele chisporrotea con la mezcla de emociones políticas, papeleo leguleyo y especulaciones de expertos en que ha consistido la acreditación de los políticos presos/presos políticos como diputados al congreso. El guirigay estimula el recuerdo…

La remota provincia subpirenaica desde la que se escribe esta bitácora bien podría ser un parque temático de lo que se viene en llamar el régimen del 78. En un territorio de diez mil kilómetros cuadrados, poco poblado, de geografía variada y sociedad anodina, que solo llama la atención durante siete días  de julio en que los toros bravos corren hacia el desolladero por las calles de la ciudad entre el júbilo del mocerío, se han registrado todos los ingredientes que identifican la democracia española de estas cuatro décadas: terrorismo, corrupción, parlamentarismo accidentado, marrullerías de diverso orden, manifestaciones sin número y, a la postre, una notable estabilidad del sistema con la aquiescencia de la mayoría de la población. La provincia tiene incluso reconocido constitucionalmente el derecho a la autodeterminación (disposición transitoria cuarta), que nadie tiene maldita la gana de ejercer. Pues bien, aquí también hemos asistido al acontecimiento –evento, se diría ahora- de un parlamentario preso preventivo y candidato a la presidencia de la comunidad. Fue una mañana de finales de los años ochenta. El candidato fue trasladado en un furgón de la guardia civil desde la cárcel a la puerta del parlamento donde le quitaron las esposas y quedó virtualmente libre durante el tiempo en que ocupó el escaño, subió a la tribuna, pronunció su discurso de investidura, se celebró la votación y fue derrotado. El candidato salió al vestíbulo entre correligionarios que le jaleaban, periodistas que curioseaban, funcionarios que iban de acá para allá, hasta la misma puerta donde le pusieron las esposas, le montaron en el furgón y eso fue todo. En el juicio a que fue sometido más tarde resultó absuelto por falta de pruebas y desapareció de la historia. Las últimas noticias que registra internet datan de veinticinco años atrás. El mundo siguió dando vueltas.

Aquel parlamentario y los que esta mañana han ocupado los telediarios guardan una diferencia esencial y algunas similitudes. La diferencia es que aquel estaba encausado por terrorismo. Nada que ver, pues, con los diputados que han sido acreditados hoy. Pero sí hay algunas similitudes entre aquel ayer y este hoy. Aquel parlamentario propuso en su discurso de investidura que la banda terrorista a la que representaba negociara con el ejército; los de hoy han pedido a la Unión Europea que expulse a España de su seno. En ambos casos se apela a terceros poderes para que obvien, desautoricen o sustituyan al gobierno democrático, no importa el modo de hacerlo ni los efectos derivados. Tampoco les ha detenido la nula legitimidad ni la escasa fuerza que les asiste para semejante empeño. Carlismo en estado puro. Primero, el alzamiento; luego, ya veremos. El pueblo, dios, la vieja ley contra el estado constitucional. No es fácil simpatizar con estos próceres; no les deseas ningún mal y puedes pensar que las penas que piden para ellos son exageradas y potencialmente injustas, pero no puedes apartar de la cabeza la evidencia de que, si ganan, te despojarán de los derechos democráticos de los que ellos también disfrutan y que han querido dinamitar so capa de una llamada revolución de las sonrisas.