Bob Dylan dio ayer un concierto en la ciudad. El bardo de nuestra irrecuperable juventud ya había ofrecido otro concierto aquí en alguna fecha hace una década o más. En la provincia el tiempo está quieto y los acontecimientos extraordinarios nos llegan con una pátina de rutina, como domesticados por la memoria. En otra página del mismo periódico local que informa del concierto de Dylan aparece el nombre de María José Rubio, que ha sido condenada en la vecina provincia de La Rioja  a cárcel y multa por un delito de estafa. Ahí está su foto, el ademán urgente y los ojos tapiados por las gafas de sol. La misma foto que se publicó en el mismo periódico hace más de dos décadas, cuando fue sentenciada por análogo delito de estafa en esta remota provincia. ¿Cuántos lectores la habrán reconocido? Esta historia va de la desmemoria y de la codicia humanas.  

En aquellos lejanos noventa en que cada día se rompía una taza o una ensaladera de la rutilante vajilla socialista, la dama fungía de funcionaria en la delegación del gobierno del estado en la provincia y montó un tinglado de engañabobos que parecía inimaginable. La mecánica era la siguiente: doña Rubio contactaba con empresarios y gentes de dinero a los que convencía para que hicieran cuantiosas donaciones destinadas a los fondos reservados de la lucha antiterrorista contra eta porque el ministerio del interior, por razones burocráticas, aún no los había enviado. Cuando llegaran estas remesas ministeriales, argumentaba la funcionaria, los empresarios se reembolsarían su donación acrecentada con un apetitoso interés. La estafa seguía un típico patrón piramidal pero lo asombroso era el cuento inventado para ponerlo en funcionamiento. Ahí estaban unos quídam enfermos de codicia dispuestos a creer que el estado los necesitaba como usureros para financiar la lucha antiterrorista por lo que obtendrían buenos beneficios. El cuento funcionó, y de qué modo. Eran los tiempos febriles de los jerarcas que colonizaban la lucha antiterrorista, don Barrionuevo, don Vera y, el más audaz de todos en esta germanía, don Luis Roldán, cuyo primer nicho operacional estuvo en el edificio herreriano donde se alojaba, y se aloja, la delegación del estado en esta provincia. En medio de aquel tráfago de dinero que iba de un despacho a otro, doña Rubio Pérez debió apreciar que había mercado para montar su modesta empresita. Cuando se haga la completa historia de aquellos años de plomo no será menor el capítulo dedicado a la codicia reinante entre quienes fungían de héroes de la situación.

En aquel lance, la emprendedora fue condenada a nueve años de cárcel, por lo que algún tiempo debió pasar entre rejas. Cumplió condena y, como prueba del valor regenerador del sistema penitenciario, se reinventó a sí misma, Trepó hasta el decanato del colegio oficial de psicólogos (nadie como ella para captar la psique de la época) y abandonó el estado como campo de operaciones para dirigirse a la empresa privada, acorde con la mutación política acaecida con el cambio de siglo, del estatismo socialista al emprendimiento liberal. La pasta estaba ahora en el burbujeo inmobiliario y allí montó de nuevo el tinglado que le llevará por segunda vez al trullo. Doña Rubio Pérez es parte inexcusable del paisaje del llamado régimen del 78. La cartera rebosante de billetes de quinientos euros y la silueta altiva y vehemente, recortada contra el muro de la prisión que se levanta en el horizonte del cuadro.