En Sidney, Australia, han celebrado la llegada del nuevo año 2018. Los lapsus son, desde Freud, expresión de un deseo reprimido. En el error del montador del espectáculo de luz que celebra el año viejo como si fuera nuevo puede leerse el pánico al porvenir, la refracción del bañista que no quiere entrar en la corriente del río, la voluntad de detener el tiempo, la manifestación tecnológica del dicho, virgencita, que me quede como estoy. Los rutinarios deseos de felicidad en el año entrante se recitan con la boca pequeña, a despecho de los augures. Por debajo, un sordo rumor de aciagos presentimientos nos dice, bienvenidos al año en que reventó Europa, volvió la guerra fría y el capitalismo comprendió que no podía avanzar un paso más sin ayuda de los fascistas. Bienvenidos al año en que renunciamos a los derechos humanos por miedo a un puñado de temblorosos inmigrantes. Bienvenidos al año de los líderes ensimismados e incompetentes. Bienvenidos a la segunda guerra de los treinta años.

El año pasado, en mayo, se dató sin alharaca alguna el cuarto centenario de la primera, que comenzó con la defenestración de unos funcionarios imperiales en el Castillo de Praga. Los defenestrados tuvieron suerte, cayeron en un montón de estiércol y salvaron la vida, pero en Europa se extendió una guerra que duró tres décadas, la guerra más pavorosa registrada en el continente hasta el siglo veinte. Primero fue un enfrentamiento local por razones de fuero entre el poder imperial y dignatarios locales, que viró en guerra de religión y por último en un generalizado conflicto continental en el que todos los poderes de aquella época se sintieron obligados  a participar en busca de beneficios. Para la sociedad europea fue un trance terrible e interminable. En este año pasado y en los anteriores han tenido lugar innumerables defenestraciones. Tiramos por la ventana el estado del bienestar, los acuerdos de desarme nuclear entre potencias, la cohesión social construida después de la segunda guerra mundial y que en España se alcanzó con la constitución del setenta y ocho, y un puñado de peligrosos chiflados han ocupado el poder y están empeñados en una gestualidad agresiva e irritante. También la defenestración de Praga quiso ser un gesto antes que un homicidio, pero no siempre hay un montículo de estiércol para amortiguar el golpe. Por ahora, el estiércol funciona en forma de un divertimento sin fin del que la iluminación del puente de Sidney forma parte. Hace cuatro siglos, el equívoco mensaje del año nuevo se hubiera considerado una señal de la presencia del diablo y alguna mujer habría terminado en la hoguera acusada de brujería.  Ahora suponemos que se resolverá con el despido del responsable, si no es un precario al que se le terminaba el contrato con el año y quiso vengarse del sistema que le tiene agarrado del cuello. Todas las guerras se desencadenan por tres factores: sociedades desarticuladas e irritadas, gobiernos impotentes y agresivos y un tipo lanzado cuya acción individual prende la mecha. No sabemos en qué grado interactúan estos tres factores ahora mismo.