Nada hay más laborioso y estéril que la búsqueda de la propia identidad. Sé tú mismo, dijo algún filósofo para volver locos a los seres mutantes y adaptativos que somos.  La identidad es ser igual a uno mismo, algo perfectamente aburrido, pero quienes la buscan la entienden como ser diferente al otro. La construcción de la propia identidad consiste en descubrir que el otro tiene rasgos diferentes, en la piel, en las costumbres, en la orientación sexual, en el habla, en la religión y, preferentemente, en la cuenta corriente, e imputar a estos rasgos circunstanciales atributos nefandos, contaminantes. La última fase de la construcción identitaria, el tejado del edificio, consiste en convencerse en que tú eres normal y los otros son, vaya, son otra cosa. Eso es lo que ha expresado el afamado entrenador de fútbol don Guardiola en un tuit de buenismo racista o microrracismo, como se dice ahora: mis hijos han ido al colegio con gente india, con gente negra y con gente normal. El entrenador creía defender así a su futbolista Rahim Sterling, delantero del Manchester City, que sufrió un ataque racista antes de un partido. El entrenador se empleó a fondo en la defensa del futbolista pero al querer resumir sus sentimientos en un traicionero tuit sufrió lo que la prensa amiga ha llamado un patinazo lingüístico. Véase lo que dice Freud de los lapsus linguae.

El fútbol se ha convertido en la más poderosa metáfora  del mundo en el que vivimos. Es una competición incesante, en la que casi todo vale si lo hacen los de arriba, que separa a ricos y pobres mediante un abismo infranqueable y está plagado de banderas que nada significan excepto las emociones que la plebe vierte sobre ellas. Es inevitable, pues, que el fútbol de las ligas superiores sea también la línea de fricción de las contradicciones del sistema. De una parte, equipos mercenarios multirraciales de jugadores muy bien pagados; de otra, muchedumbres étnica y culturalmente (en el sentido más degradado del término) homogéneas, menestrales y menesterosas, y entregadas a la adhesión incondicional de unos colores. Por ende, el tinglado es propiedad de oligarquías económicas cerradas que practican todas las formas de exclusión imaginables. La agresividad que se cuece en esta alquitara se resuelve en batallas rituales más o menos violentas entre bandas rivales de hinchas o contra la policía de turno, que no perturban a las élites del negocio aunque es inevitable que algún chispazo provocado por un hincha yihadista alcance a un jugador del equipo contrario como le ha ocurrido al delantero del Manchester. En Francia, esta contradicción ya ha llegado a apuntar como cuestión de estado.

Don Guardiola es un exitoso y bien retribuido ejecutivo de esta industria y como tal debe defender la integridad de su plantilla pero como ciudadano político es afecto a una causa nativista cuyo triunfo, si llega, exigirá una cierta dosis de exclusión y limpieza étnica y cultural, ya sea por la vía eslovena o cualquiera otra. Tal vez esa sea la explicación del patinazo lingüístico del tuit. Don Guardiola es una persona normal; los que no son normales son los otros. Don Torra el Temerario, el pontífice de la cosa, lo tiene largamente publicitado en sus tuits, de los que nadie cree que sean fruto de patinazos lingüísticos.