Días de asueto en Barcelona. Callejeo por el perímetro consabido de una ciudad siempre afable. El mar, la osamenta gótica, los arabescos modernistas y el afanoso comercio que brota en esquinas y  callejuelas. Sucesivos estratos de civismo y laboriosidad que constituyen la geología urbana de una de las ciudades más atractivas de Europa. En las gentes, el color de todas las razas y el sonido de todas las lenguas. La ciudad parece más menestral que nunca, absorta en el negocio de vivir día a día. Las calles del centro están sumidas en el tintineo de la navidad y el caganer se ha convertido en el  omnipresente signo identitario, y de buen rollo universal, como pregona la publicidad de las paradas en la plaza de la Catedral. Ni una estelada en balcones y terrazas, y pocos, contadísimos lacitos amarillos en las solapas, mustios, como si el portador hubiera olvidado sacudirse la chaqueta y conservara el confeti de una fiesta celebrada en una vida anterior. Ni rastro de la fervorina patriótica que es la imagen (televisiva) dominante de la ciudad anidada en la cabeza de los forasteros. Si el visitante fuera voxiano, lo que no es el caso, se diría que los barceloneses disimulan. La oscuridad sobrevenida por la temprana puesta del sol envuelve la plaza de Catalunya abarrotada de una población flotante cuyos flancos están incansablemente recorridos por oleadas de turistas que arrastran renqueantes troles de equipaje. En medio, perdidos en la marabunta humana, unas decenas de manifestantes piden entre las sombras la libertad de los políticos presos o los presos políticos, tanto monta.

El viajero ha llevado consigo El naufragio, la crónica del proceso secesionista escrita por la periodista Lola García, con la que distrae los tiempos muertos. Es un relato  acucioso, terso y ecuánime, que produce una extraña disonancia cognitiva. El lector levanta la mirada de las páginas del libro y está en otro planeta donde hombres y mujeres viven en sus quehaceres, los más jóvenes enfrascados en el espejito mágico de su móvil, huérfanos del destino manifiesto que parece impulsar a los protagonistas de la historia que está leyendo. El forastero acostumbra a inquirir a los peatones por tal o cual dirección, en parte por despiste pero también por el placer de la comunicación, y en todos los casos recibe una respuesta amable y cooperativa. La ciudad funciona y los ciudadanos tienen la cabeza sobre los hombros. La noche del domingo trae la noticia del vuelco electoral en Andalucía. Al día siguiente, la ciudad conserva la calma de sus rutinas, ajena a esta primera réplica electoral al tsunami independentista. Aún vendrán más, dispara en un tuit don Rufián, que no pierde una oportunidad de ser inoportuno. El viajero visita la exposición de Jaume Plensa en el Macba como si se despidiera de un mundo al borde de la extinción. Por la tarde retorna a su remota provincia subpirenaica y, acomodado en el asiento del tren, piensa que de una extraña e inesperada manera regresa más europeo que cuando vino: la extrema derecha ya está en las instituciones y la izquierda al borde del desguace. Quién sabe qué Barcelona encontrará en la próxima visita.