Es imposible eludir la evocación de la Alemania de entreguerras. En aquel tiempo y en aquel lugar las instituciones democráticas funcionaban: el parlamento se reunía y promulgaba leyes, la policía perseguía el delito y los jueces dictaban sentencias, pero toda esa maquinaria sin la que no es imaginable un estado era una cáscara hueca, que no podía abortar ni contener el caos que bullía en la calle. La razón última de esta situación es que el tejido social estaba desgarrado por una crisis económica inmanejable que afloró toda la irracionalidad anidada en la comunidad humana y que el estado, para ser funcional, tiene que mantener bajo control. ¿Hasta qué punto la situación actual es comparable a aquella? Aquí, todos han cumplido con su deber: el juez instructor, la guardia civil que investigó el caso y ahora la fiscalía que pide condenas tremendas para un presunto delito que nadie vio cuando tenía lugar ante sus ojos, y eso incluye al gobierno central. El resultado es que el estado español se propone convertir a un político de peso medio en nelsonmandela. Es imposible imaginar cómo vaya a funcionar la democracia española con don Junqueras et alii cumpliendo interminables condenas en la cárcel de Lledoners, convertida en nuestro penal de Robben Island, a menos que el sistema derive en una democracia meramente formal en la que se congelarán los derechos civiles y económicos de la ciudadanía, se neutralizará a las organizaciones de la sociedad civil y se impondrá un discurso único; una democracia voxiana, en resumen. Si este pronóstico no se cumple, la única alternativa posible es el indulto, unas risas y aquí paz y después gloria, hasta la próxima.

Los políticos acusados en el juicio al independentismo catalán perpetraron al menos tres delitos, por ninguno de los cuales van a ser juzgados: uno, enardecieron, se dejaron arrastrar, engañaron y finalmente traicionaron a sus seguidores; dos, fingieron intentar la secesión de una parte de la nación, que sabían imposible, y tres, despertaron al nacionalismo que tenían enfrente y a la siempre dispuesta extrema derecha. Hasta la momia de Cuelgamuros parece haberse apercibido de lo favorable de la situación para sus intereses. Lo más penoso quizá no sea el daño objetivo que ha provocado el prusés, tanto a sus seguidores como a sus detractores, sino el síndrome infantiloide que lo ha presidido. Los independentistas catalanes jugaron a desmontar el estado con el febril narcisismo, y similar impericia, con que un niño despanzurra el camioncito eléctrico que no funciona porque se le han agotado las pilas. Ni lo desmonta del todo ni recupera su funcionamiento; lo convierte en la prueba del delito cuando llega la institutriz al cuarto de juegos. Es inútil discutir sobre la pertinencia y magnitud del castigo porque el camioncito está definitivamente roto y dios sabe cuándo tendremos otro que funcione.