En este país hay un sinnúmero de personas que están a sus tareas con el móvil a mano y sin perderlo de vista, a la espera de que le llamen para ocupar un puesto de ministro/a  del gobierno o cualquier otro alto cargo del prebostazgo nacional. Si la llamada no llega, el sujeto se mosquea y su irritación puede ser muy seria. Pero, si hay suerte y la voz anhelada le hace la proposición, acepta sin pestañear mientras un gratificante sentimiento de justicia cumplida se apodera de él/ella; luego, sale a la calle y, con aire de tener la cabeza en otros asuntos más importantes, responde soñadoramente a los periodistas que está encantado/a  de participar en el proyecto ilusionante de turno. Lo que ha ocurrido a raíz de la llamada es que el receptor de la buena nueva ha perdido el sentido de la realidad y flota en otra dimensión de atmósfera narcotizante. ¿Quién va a acordarse en este momento de felicidad que en su currículo hay un episodio de fraude fiscal  o de camelo académico?

Las tribulaciones de doña Cifuentes debieran haber servido de potente sirena de alarma para cualquiera que hubiera tenido alguna relación con el putrílago académico de la universidadreyjuancarlos (como si el viejo rey no tuviera suficientes lamparones en su biografía por méritos propios para encima tener que apadrinar con su nombre las granujadas de otros)  y el malhadado instituto de los másteres ful. A estas alturas, hasta el tonto del pueblo sabe que el instituto ese, ya extinguido, era una central de intercambio de favores entre un puñado de académicos sin escrúpulos y de políticos propensos al soborno. Si alguno de estos últimos entró en el juego, el caso Cifuentes debiera haberle abierto los ojos y llevado a obrar en consecuencia. Pero, quiá, no tienen remedio. Don Casado irrumpió como jefe del pepé con su mastercito de chichinabo en la mochila y doña Montón, en análogas circunstancias, aceptó el cargo de ministra del  trémulo gobierno de don Sánchez. Los colosos del bipartidismo ya están empatados y el debate del y tú más instaurado de nuevo como eje central de la política nacional.

Esta vertiente académica de la corrupción da señal de por qué ninguna universidad española está entre las doscientas (¡doscientas!) primeras del mundo y de la desasosegante mediocridad de nuestra clase política, que desde hace cuatro décadas tiene sus propios canales de cooptación y reclutamiento en los que prima la lealtad ovina a la cúpula del partido, el amiguismo y la complicidad y un talante de aparatchik en los méritos que se exigen. Nadie necesita un título académico para hacer política pero sí para vestir la indigencia y para eso no importa que el título sea falso, falseado o semipensionista. Ese es el mensaje.