El júbilo por la caída del pepé puede nublar el entendimiento de quienes la deseaban más que ninguna otra cosa, entre los que me encuentro. Sin embargo, si adoptamos una actitud menos apasionada y más expectante y atenta podemos ver que lo que empieza a ocurrir en el partido más fuerte del país por número de militantes e implantación territorial es un experimento histórico cuyas consecuencias nos conciernen a todos. En resumen, el pepé está en trance de transitar de la monarquía a la república. Un hilo, no por invisible menos notorio, une al actual pepé con el régimen franquista, en su ideología sobre la propiedad y la moral, en su idea del estado y del país, en  su organización centralizada y piramidal y, en consecuencia, en el modo de entender el liderazgo, personalista, único y carismático. Desde que un ministro de Franco –aperturista, en la jerga de la época- fundara el partido a la muerte del dictador con el fin de preservar las conquistas de la dictadura adaptándolas a la nueva época, la presidencia del partido se ha otorgado por designación soberana del predecesor, sin intervención democrática alguna de la militancia.

Con la misma autoridad y el mismo procedimiento con que Franco designó a Juan Carlos I como su sucesor en la jefatura del estado y este a Felipe VI, don Fraga designó a don Aznar y este a don Rajoy. Cuando, después del azaroso periodo de la ucedé y del largo periodo de gobernanza socialista, don Aznar recuperó a las clases medias que habían sostenido al franquismo, el partido se macizó como una falange macedónica y la militancia asumió sin rechistar la necesidad de convertirse en súbditos disciplinados, un hábito que habían aprendido en la familia y una moral que no quebró ni el alud de corrupción que ha invadido la casa hasta el tejado. Prietas las filas… hasta ahora. Don Rajoy creyó que superaría el asedio de las circunstancias y conservaría la fortaleza sin más recursos que su acreditada capacidad de resistencia, su conocimiento del terreno y su desdén por la ineficiencia de los adversarios. Por lo demás, carecía de cualquier otro objetivo que no fuera resistir, algo muy franquista, y cuando este objetivo se reveló inviable, rindió la plaza y se fue a casa. Se negó a dimitir, que es hábito democrático, pero no dudó en abdicar, como un rey.

El talón de aquiles de las monarquías está en el procedimiento sucesorio, en el trámite hereditario. El ejercicio del poder agiganta la figura del monarca reinante y quien le sucede tiene a su primer adversario en la sombra del antecesor. Se requiere, pues, en primer término, un delfín, un primogénito indiscutido, un candidato investido de carisma, y, en esta ocasión, todas las miradas estaban dirigidas a don Feijóo. Galicia, tan melancólica, es una mina de caudillos providenciales. Hasta que el interpelado se asomó al balcón y comprendió lo que le esperaba. La plaza estaba llena de gente armada, no de horcas y hoces como antaño sino de móviles cargados con las famosas fotos del buen rollo entre el delfín y el narcotraficante. Había llegado la república. Vivimos una época en la que la república es digital antes que otra cosa: ¡qué se lo pregunten a los catalanes! La república vive en los tuits de don Rufián, no en el palacio de la Generalitat. Pero haberla, hayla. Y si hay república, tiene que haber elecciones. Curiosa conjunción esta de los comicios en el pepé y la, al parecer, inminente exhumación de los restos de Franco de su mausoleo de Cuelgamuros.