Los nacionalismos vasco y catalán no han tenido en su larga historia ni un minuto de solidaridad fraterna, ninguna complicidad histórica. En alguna ocasión eufórica han proclamado un mutuo reconocimiento y el correspondiente intercambio de embajadores, que es la manera más gélida de amistad, cuando fueran estados independientes, como le oímos en un remoto mitin a don Telesforo Monzón. De hecho, ambos nacionalismos han tenido recorridos, causas, mitos y estrategias propias y distintas. Lo único que comparten es la defensa de un ámbito cultural e histórico distinto y distinguible del castellano (que bien puede llamarse nación, si se quiere; en otros lugares del planeta lo hacen sin alarma) y que aspiran a elevar a la condición de estado, y cierto humus carlista que puede rastrearse con facilidad en sus maneras y en la genealogía de sus dirigentes. El momento actual refleja bien esta falta de sintonía entre los dos nacionalismos. El vasco sale de una larga y penosísima etapa dominada por la presencia del terrorismo y por el fracaso de una intentona soberanista que pasó a la historia como el plan Ibarretxe. El peeneuve, el partido dirigente, entendió la lección y encarriló su acción política con pragmatismo y contención, para lo que el estatuto de autonomía y la condición aforada de sus haciendas provinciales le daba un margen muy conveniente en estos tiempos de crisis y restricción del gasto público. En realidad, ese era el estatus que hubiera deseado para sí el nacionalismo catalán cuando emprendió la romántica aventura del prusés.

Hasta que el gobierno central activó la ya famosa coacción federal contenida en el artículo ciento cincuenta y cinco de la constitución y suspendió la autonomía de Cataluña al mismo tiempo que hacía al nacionalismo vasco una irresistible oferta económica para ganarse su voto favorable a los presupuestos generales del estado, oferta que aumentó más adelante con destino a las pensiones que habría de beneficiar a los miles de jubilados que se manifiestan cada lunes frente al ayuntamiento de Bilbao ¡sin una sola ikurriña visible ondeando sobre sus cenicientas cabezas! Había llegado el momento más temido para un nacionalista vasco: elegir entre el fuero y el huevo, vale decir, asegurarse el huevo sin renunciar al fuero. Durante largas semanas, las circunstancias han permitido retrasar la difícil decisión y mantener la consigna: con cientocincuentaycinco no habrá presupuestos, hasta que ha llegado la hora, porque nada es eterno, y, claro está, ha habido presupuestos sin que se haya levantado la coacción federal, cuyo término, se dice, es inminente, justo en el momento en que el gobierno central ha decidido prolongar sine die su vigencia a la vista del empecinamiento de don Torra y su entorno fundamentalista. El fuero emite un quejido de protesta que recorre el trémulo suelo del nacionalismo vasco. Así que el peeneuve regresa a casa a toda pastilla y proclama del bracete con sus incómodos hermanos menores de la llamada izquierda abertzale el enésimo acuerdo de afirmación nacional, derecho a decidir y todo eso. Palabras en un platillo, dineros en el otro, ya está restablecido el equilibrio entre el fuero y el huevo. Y a seguir tirando.