El seguimiento de las andanzas e industrias del presidente de la república catalana es mareante y tedioso si se recurre a la lógica lineal que relaciona la acción política con el bienestar del común. ¿Hay alguien que crea que la retahíla de planes, a, b, c, d, que tejen y destejen don Puigdemont y su obsequiosa corte beneficia a alguien que no sea don Puigdemont? Debemos verlo, pues, como un relato de ficción. Ahí están, prisioneros y expectantes, el parlamento y el pueblo, suspendido el juicio crítico, paralizados para la acción, a la espera de que termine la historia sin que se pueda descartar que el final no incluya el incendio de la sala donde se da el espectáculo. Vivimos tiempos infectados de ficción en el que los seres de carne y hueso aspiran, no a cambiar la realidad que concierne a todos sino a habitar la propia fantasía. El presidente de la república catalana lo es porque cree serlo, de un modo no muy distinto a como los matones de la manada creían protagonizar una jolgoriosa [sic] peli porno cuando estaban perpetrando un crimen. La fuerza de la fantasía radica en que siempre encuentra un público afecto y dispuesto a legitimarla, ya sea un juez con un voto particular o un puñado de seguidores del profeta que le bailan el agua.

La sociedad del espectáculo es una noción teórica, nacida del humus de mayodelsesentayocho y debida al filósofo situacionista Guy Debord cuya tesis puede resumirse en que lo vivido una vez deviene en representación y la historia social es una declinación del ser al tener, y del tener al parecer. No me digan que estas reflexiones no parecen escritas para don Puigdemont, que un día fue presidente de una república instantánea, tuvo el poder y ahora lo parece, pues ni hay república ni siquiera autonomía en su país. Con los materiales de estas ruinas se construye una leyenda. La pregunta es, ¿tendrá energía bastante para convertirse en realidad? El espectáculo político no es un mero guión engarzado en el hilo de las circunstancias sino que necesita un cierto soporte real porque para ser eficiente ha de basarse en un consenso amplio y sostenido, que notoriamente don Puigdemont no tiene. Pero, entretanto, ya ha conseguido que los focos no se aparten de él mientras anda sobre el alambre y el público sigue sus piruetas con la mirada fija y la boca abierta. Estamos en el número del equilibrista, si bien para conseguir los objetivos anunciados habrá que esperar al número de magia.