El cincuentenario del otrora mítico mayodelsesentayocho ha despertado en estas fechas algunas reminiscencias en el firmamento de la memoria, como fulguraciones de una estrella muerta. Poca luz y menos energía para alumbrar nuestro tiempo. Lo cierto es que las revoluciones que verdaderamente han transformado el mundo desde los años ochenta del pasado siglo han sido protagonizadas por la derecha con el nombre de neoliberalismo. Es una onda que sacude el planeta de oeste a este (al contrario que la onda precedente, que ocupó todo el siglo veinte) y que ahora mismo parece lejos de su declive. Revolución tecnológica, quiebra del estado como unidad significativa de la política y remoción de las estructuras de las clases sociales. El impulso revolucionario de la derecha, a la que no se puede llamar conservadora, se ha llevado por delante las evidencias y los modos de la política vigentes desde finales del siglo dieciocho. Sabemos de dónde salimos pero aún no a dónde entramos. La onda revolucionaria ha puesto patas arriba las instituciones y las certezas. En este país experimentamos dos ejemplos de manual.

En Cataluña, el carajal del prusés no hubiera sido posible si la derecha catalanista no se hubiera sumado a la movida y puesto al frente de la procesión. La elite del tres per cent  tuvo dos poderosas razones para envolverse en la estelada: obviar la corrupción del periodo del pujolato  y eludir la responsabilidad de los recortes sociales derivados del desbarre de los buenos tiempos del dinero fácil. Nosotros somos inocentes: Espanya ens roba. Luego, bastó con dejarse empujar por la menestralía republicana y los místicos cupaires y poner al frente a un tipo con vocación mesiánica para que la bola adquiriera unas dimensiones inmanejables. Lo único seguro llegados a este punto es que las instituciones catalanas están en suspenso sine die y el estado español muestra una inquietante vía de agua en la quilla.

También en Madrid las instituciones están vuelta al aire. Aquí por una corrupción endémica, obra de una elite virada en mafia y resuelta a privatizar los servicios públicos a beneficio de sí misma y a cobrarse, por ende, una comisión acorde con la tarea realizada. En ambos casos, la protagonista de este asalto a las instituciones y a la ley es una derecha de las clases altas, que se reclama liberal en un país donde el liberalismo ha sido históricamente un bien exiguo y falseado. En último extremo, también esta derecha ha resuelto envolverse en la rojigualda y canturrear amenazadoramente aquello de que soy el novio de la muerte. Nunca mejor dicho. Estas han sido las bodas de una clase gobernante con un país devaluado, desafecto, irritado, atemorizado, como después de un cataclismo.