Los tabarneses se manifiestan en Barcelona. Tabarnia, una nación imaginaria, subraya el comentarista de televisión para contextualizar la noticia a los adormilados telespectadores de sobremesa. Pero, ¿más imaginaria que Cataluña o España? Bastarían unas pocas manifestaciones más como la celebrada hoy, una pequeña infraestructura administrativa para organizarlas, un mando político para el que sobrarían voluntarios, algo de pasta que siempre se puede sacar de alguna parte en este mundo de dinero volátil, y una cierta presencia de redes clientelares en el funcionamiento del invento para que la nación dejara de ser tan imaginaria como parece. De momento, lo que distingue a las tres naciones mencionadas es el distinto grado de desarrollo histórico, pero ya tienen en común que en los tres casos está al frente del gobierno un cómico o, en su defecto, un tipo que da risa.

Las naciones que se construyeron en el siglo diecinueve lo fueron a base de retales. Territorios y poblaciones huérfanos de antiguos imperios o reinos extintos que se sumaron de grado o por la fuerza a una entidad de nuevo cuño: una bandera, una lengua y una moneda, bajo un gobierno fuerte y centralizado, con la ciudadanía como señuelo. Este proceso común en toda Europa incluye a España, la parte más occidental del imperio romano, de la que recibió el nombre; luego, tierra de invasiones y migraciones: bárbaros orientales por el norte y el este, árabes por el sur; más tarde, una construcción inestable resultado del maridaje de dos reinos peninsulares pronto expandidos en un imperio transoceánico inabarcable e inmanejable, antes de encontrarse con una mano adelante y otra atrás cuando llegó la hora de ser una nación moderna (el adjetivo es redundante porque todas las naciones son un invento moderno, que ya empieza a estar anticuado, como lo demuestra la eclosión de Tabarnia).

El signo de estos tiempos es que los materiales del invento nacional empiezan a dar muestras de fatiga y los retales se descabalan. Ocurre en todas las naciones europeas ahora mismo, donde no hay opción política que no pueda identificarse de alguna manera con una parte del territorio nacional, independientemente del grado de visibilidad o virulencia del movimiento secesionista de turno. Lo hemos visto en Reino Unido a propósito del brexit, en Alemania tras la unificación y en otros países con tal o cual circunstancia y está ocurriendo ahora mismo en Italia, donde las elecciones que se han celebrado hoy no dirimen ningún conflicto territorial sin que por eso se pueda decir que el problema, a menudo crónico, esté fuera de la agenda. Italia y España tienen un norte rico y un sur pobre, para decirlo de una manera sumaria. Cataluña, la rica, y Sicilia, la pobre, tienen en común una fuerte personalidad histórica, que hizo que sus estatutos de autonomía fueran acordados antes de que se aprobara la constitución del estado. En Italia fue Sicilia, el país de los pobres, el que intentó independizarse en medio de la hambruna y la devastación tras la segunda guerra mundial; en España ha sido Cataluña, el país de los ricos, el que lo ha intentado al término de un periodo de bonanza económica y euforia social sin precedentes en la historia. En ambos casos, el lema secesionista fue el mismo: Roma/Madrid nos roba. En ambos casos también, los secesionistas tuvieron un adversario interior. En Sicilia, los campesinos pobres mayoritarios pero sin acceso a la propiedad ni a los centros de decisión política; en Cataluña, los descendientes de los inmigrantes devenidos tabarneses. En último extremo, una lucha por la conquista de la realidad.  Una lucha de clases.