Si seguimos la línea de puntos que relaciona a los acusados y condenados por diversos delitos ideológicos de moda en los tribunales por estas fechas, como la apología del terrorismo, el odio a esto o a aquello, las injurias al rey, la ofensa a las creencias religiosas, etcétera, diríase que estamos recomponiendo el mapa de la antigua y abolida ley de vagos y maleantes, con la que se trataba no tanto de castigar actos o comportamientos cuanto de establecer mojones que hicieran visible lo que era y lo que no era permisible en el redil social. Aquella norma  de muy laxa y arbitraria aplicación iba dirigida a individuos que por circunstancias diversas o por querencia propia habitaban en los márgenes de la respetabilidad social -vagabundos, nómadas, prostitutas, rufianes, homosexuales; asociales, en fin, para decirlo con un término genérico al uso de la época-, y en origen fue una ley contemporánea de los campos de concentración, si bien en España estuvo vigente hasta mil novecientos noventa y cinco. La característica común de los imputados por aquella legislación era que sus hábitos resultaban espontáneamente repulsivos y eran percibidos como potencialmente peligrosos para la sociedad en general, por lo que se les aplicaba de oficio la presunción de culpabilidad. Los hijos de papá que no daban un palo al agua o los defraudadores de hacienda, vagos y maleantes unos y otros, no estaban incursos en esta ley porque su tipología formaba parte del sistema socialmente aceptado.

Los tuiteros, titiriteros, grafiteros, raperos y demás artistas del alambre que vienen siendo condenados por los contenidos de sus obras también son marginales, socialmente débiles y sus productos artísticos son procaces  y repulsivos para el gusto constituido, lo que provoca un instintivo freno para acudir en su defensa. Si defiendes al ahora famoso Valtonyc diríase que apoyas al terrorismo y el asesinato, que es lo que sugieren las letras de sus canciones. Estamos en  un punto en el que resulta moralmente difícil y penalmente peligroso aplicar el aforismo atribuido (falsamente) a Voltaire: Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo. La prueba de estos titubeos es que las resoluciones judiciales solo se ven contrarrestadas en el debate público por una genérica apelación a la libertad de expresión, matizada de inmediato con el rechazo a los contenidos literales que han dado lugar a la condena. Ese es el objetivo del poder judicial y político. Si queman a una bruja es para que nos miremos unos a otros preguntándonos si la bruja no será mi vecino o seré yo mismo. Sin embargo, el juez se encuentra en la necesidad de que sus resoluciones reflejen un equilibrio entre la naturaleza del delito imputado, el peso de la condena y el nivel de tolerancia en la opinión pública. Parece que en el caso de este Valtonyc (tres años y medio de cárcel por unas letrillas que nadie fuera de su parroquia había oído, hasta ahora) la balanza se ha desequilibrado. Nadie quiere ver a un chaval en la cárcel por un puñado de versos brutalistas, dictados por su narcisismo adolescente; nadie excepto don Jiménez Losantos, un productor neto de ¿odio?, instalado desde hace décadas en el corazón del sistema.