Un alto en la deriva de esta bitácora para evocar al tipo que ha despertado en quien esto escribe una sonrisa diaria desde que a finales de los años sesenta se asomaba con impaciencia a las páginas del vespertino Informaciones para reconocer su viñeta y disfrutar de su momentáneo efecto balsámico. Cincuenta años de lectura diaria de prensa dan para cultivar muchas lealtades literarias y gráficas, pero ninguna ha sido tan firme ni tan agradecida como la que este lector ha mantenido con los monos de Forges. Incluso en los últimos meses, cuando ya había dejado de frecuentar el diario en la que el humorista publicaba sus viñetas, el lector desafecto procuraba hacer una excepción para disfrutar de su mensaje de compasiva humanidad y dislocado optimismo.

En el país de las pinturas negras y el humor absurdo, donde destacan muy buenos humoristas, Forges representaba una llamada a la cordura. El trazo firme y ondulante de sus dibujos, coronados por enfáticos globos, servía a la perfección para evidenciar esa mezcla de fundamentalismo y banalidad que parece la marca de nuestro comportamiento colectivo. Sus personajes arquetípicos éramos nosotros mismos de una manera que no nos importa reconocer porque no nos condena. Fue un autor hiperactivo y proliferante y diríase que sus dibujos brotaban, no de su rotulador sino de la realidad misma, tal como el común la apreciaba. La empatía era el rasgo fundamental de su trabajo. Fue un progresista templado que dibujaba en la dura pared de roca del país y nadie que quiera entender la historia española de este medio siglo podrá hacerlo sin haberse empapado de su obra. Tenía el don de la eterna juventud y no hay ni un ápice de retórica en decir que su muerte ha sido una pérdida para todos.