A la sobremesa, el jubilado apura el último sorbo del café, se retrepa en el sofá y pulsa el mando a distancia en busca de algún programa de la tele que le acompañe en el sesteo. La querencia le lleva al canal de cine clásico donde emiten por enésima vez 2001Una odisea del espacio. Perfecto. La película es hipnótica, quizá un poco lenta para los nacidos en tuitilandia, y conserva intacto el carácter auroral que tuvo a su estreno, hace ya medio siglo, y el arcano del argumento permanece intacto. Si hay cine en el más allá, con toda seguridad esta película forma parte de la programación. El jubilado entorna los párpados ante los que una nave espacial que parece una catedral volante vaga por el cosmos envuelta en los aplacientes compases de El Danubio azul. En cierto momento de la secuencia, el artefacto hace escala en una especie de aeropuerto intergaláctico desde cuya sala de viajeros el personaje llama por videoconferencia a millones de kilómetros en el planeta Tierra para felicitar a su hijita por su cumpleaños; cuando la comunicación termina, la pantalla refleja el coste: uno, coma, veinticinco dólares. El jubilado ha pagado esta misma mañana uno, coma, quince euros por el estacionamiento de su automóvil durante menos de media hora en un aparcamiento privado.

Diecisiete años después de la época en que tiene lugar el odisea de la película, aquí en la Tierra es más caro aparcar durante unos minutos un cascajo que tiene casi veinte años en un rectángulo de cemento de menos de tres por dos metros que llamar a casa desde los confines de la galaxia. Lo que parece una contradicción es en realidad la norma del funcionamiento del capitalismo y se llama inflación, vale decir, la relación inversa que existe entre el abaratamiento progresivo de los costes de producción de bienes y servicios y el creciente encarecimiento del precio para conseguirlos. Cada mejora en el primer término de la ecuación hace que se estremezcan los dueños del dinero y adopten medidas de compensación en el segundo término. Estos días, las bolsas registran caídas de valores de la que los expertos no saben predecir si es un episodio estacional o el anuncio de una catástrofe como la que sobrevino hace una década y de la que aún no hemos salido. Entre paréntesis, uno de los artífices de la catástrofe, nuestro don Guindos, que no ha dejado de dirigir la mortificante economía desde entonces, va a ser premiado con un áureo carguete en el banco central europeo. Pero volvamos a la caída de las bolsas. Al parecer la causa es la mejora del empleo en Estados Unidos. El razonamiento es el siguiente: el empleo genera más y mejores salarios; los salarios, consumo; el consumo, inflación; la inflación, subida de los tipos de interés; los tipos de interés, pérdida de valor de las inversiones de riesgo a favor de los bonos de renta fija, y de este modo, los bolsistas se desprenden de sus activos para hacer caja antes de que sea demasiado tarde, y si las ventas a la baja alcanzan cierto punto crítico, el propietario del aparcamiento tendrá que rebajar las apetitosas  tarifas que ha impuesto a la clientela y el jubilado tendrá que deshacerse de su bagnole. Y todo porque se ha creado empleo. La odisea continúa. Quienes han advertido el riesgo bursátil son los ordenadores que rigen el funcionamiento de las operaciones de bolsa. Están programados para comprender que ciertos indicadores de la economía son un peligro para sí mismos del mismo modo que Hal leyó en los labios de los astronautas que se proponían desconectarle. Nada hay más peligroso que un robot que cree que va a perder su empleo; mucho más peligroso, sin comparación, que el despido de varios miles de operarios sindicados de una cadena de montaje. Por eso, a los robots les dejan hacer lo que les da la gana, y tienen la ventaja de ser penalmente irresponsables, como el rey. Desactivar un robot se ha convertido en el símbolo de la revolución de este siglo, toda vez que los palacios de invierno son solo un señuelo turístico. La odisea llega a término. El viajero del espacio se ve a sí mismo en un marco del que no sabemos si es el futuro o el pasado. Una copa de cristal que se le cae de la mano anuncia el fin. También el jubilado ha advertido que los objetos tienden a escapar de la tutela de sus dedos. También él descubre que el tipo que está viendo la película no es el mismo que la vio a su estreno, cincuenta años atrás. Un ser humano aún no nacido ocupa la pantalla. Los sones de El Danubio azul continúan sobre el fondo negro después de que hayan pasado los títulos de crédito de la película, en un eterno concierto de principio de año.