Una escena costumbrista: un grupo de personas, ellos y ellas, cuarentones más o menos, reunidos con algún objetivo común –una cena de amigos, una reunión de trabajo, un encuentro familiar, una asamblea política-, enfrascados cada uno en la mensajería chisporroteante que emite su dispositivo móvil. Es una intimidad expuesta, un ensimismamiento colectivizado, un narcisismo común y uniforme. Una reunión de mónadas de Leibniz vampirizadas por una especie pandémica nueva, un samsung, que los participantes en la reunión llevan encima como una garrapata. Cada uno de estos sujetos oculta a sus prójimos, con los que comparte habitación, mesa y diríase que propósitos comunes, una buena parte de lo que sabe y piensa, que no duda sin embargo en derramarlo con generosidad en la charca virtual de la red donde se diluye ese retal viejo que llamamos intimidad. Toda la literatura distópica desde principio del siglo pasado nos ilustra sobre una sola verdad: la transparencia del individuo, la extrema fragilidad de la arquitectura que nos constituye como sujetos, la vulnerabilidad de nuestros secretos. La historia derrotó a los regímenes totalitarios, donde la intimidad la arrancaban a hostias en los sótanos de las comisarías, y ahora la entregamos, la intercambiamos, la exponemos voluntariamente al escrutinio de las redes.

La publicidad de los mensajes de móvil entre don Puigdemont y don Comín, que significan el réquiem del prusés, tal como lo veníamos padeciendo, ha dado lugar a una perezosa y breve discusión sobre la intimidad y la información; el derecho a la una y a la otra. Es un debate típico en un país que ha decidido llevar la política a los juzgados, y en el que los políticos excretan toda clase de ocurrencias, a menudo falsas, malintencionadas o injuriosas, a través de los sistemas digitales de comunicación, y cuando las ven en la nube, se apresuran a pedir perdón o a hacerse los ofendidos en su intimidad. Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos, escribió Rafael Alberti deslumbrado por la nueva tecnología de la comunicación de masas de su juventud, el cine mudo. ¿Podemos imaginar el grado exponencial de tontucia a la que la revolución digital nos ha llevado a todos? ¿Cuántos tontos es don Comín? Como siempre, se trata de una disonancia entre la realidad y su representación, que manipulamos para ponerla al servicio de los intereses de la tribu. El guirigay catalán ha sido un relato urdido con escenografía y atrezo del pasado, que puede encontrarse en museos y bibliotecas: banderas al viento, declaraciones de independencia, proclamaciones de repúblicas, exilios de caudillos derrotados, cargas de la gendarmería contra el pueblo levantisco, prisiones para los rebeldes; en resumen,  un retorno a un siglo o siglo y pico atrás, cuando se empezaba a cocer esa cosa aún cruda que llamamos la nación. Pero ahora los figurantes no han olvidado llevar su móvil en el bolsillo y la realidad discurre alojada en millones de bits, una interminable procesión de termitas por los canales digitales, hasta que han devorado el edificio.