La constelación de instituciones que nos gobierna está tripulada por personas de las que se sabe poco o nada. Las listas cerradas y bloqueadas del sistema electoral son el paradigma de esta opacidad de la clase dirigente, en la que solo el jefe de filas opera como foco de atención o señuelo de la acción de gobierno ante el público. Pero, ¿quiénes son y qué piensan y para qué están ahí los innumerables personajes que ocupan toda clase de poltronas y escalones en la arquitectura del poder? Muchos de ellos ni siquiera están legitimados por una elección democrática sino que han sido aupados por sistemas de cooptación o selección indirecta cuyos mecanismos son completamente opacos y en consecuencia manipulables por quienes están en el juego. Sin embargo, su función tiene efectos en la vida y los intereses de la gente. Consejos consultivos, tribunales de diverso rango, gabinetes de asesoría, poderes delegados, etcétera, están servidos por funcionarios o profesionales que cobran del erario público por su trabajo pero de los que nada sabemos. Estos días, una investigación periodística ha permitido conocer quién y cómo se accede a uno de esos organismos remotos, el tribunal europeo de derechos humanos, radicado en Estrasburgo y encargado de examinar en última instancia demandas de individuos, grupos e incluso estados que denuncien vulneraciones del convenio europeo correspondiente. No parece gran cosa desde las preocupaciones del común pero en ciertas condiciones tasadas se recurre a este tribunal que dicta sentencias de cuya ejecución final no podemos dar fe porque se sitúan en esa franja gaseosa entre el deseo y la realidad.

Lo que interesa es que la pertenencia a este alto órgano jurisdiccional es un destino apetecible para juristas y académicos del derecho, ya sea por razones profesionales, crematísticas o políticas. En los días pasados, el gobierno ha cubierto una vacante correspondiente a España. Hubo una convocatoria abierta a la que se presentaron diecisiete candidatos; después de un par de renuncias voluntarias, un plantel de altos funcionarios del gobierno depuró la tropilla hasta dejarla en reglamentaria terna, de la que formaba parte el tapado del propio gobierno, para que fuera examinada por los agentes del tribunal al que eran candidatos. Esta selección se centró al parecer en el conocimiento del idioma, exigible a los pretendientes. Es congruente que se exija un alto nivel en el manejo de la lingua franca porque, entre tantos magistrados procedentes de culturas jurídicas, intereses y talantes distintos, el primer requisito es que posean un vehículo de comunicación homogéneo, y luego ya se apañarán con los contenidos. El tapado del gobierno, al que los malpensados atribuyen su candidatura a que pudiera arreglar hipotéticas sentencias futuras sobre el guirigay catalán acorde con la querencia del gobierno y su partido, de los que es próximo, no pasó sin embargo el corte del idioma, percance que puede considerarse previsible porque está en la media nacional y es un déficit que comparte con el presidente del gobierno que le había elegido.  Así que el puesto fue para la segunda clasificada, una catedrática de filosofía del derecho, que tuneó el currículo que acompañaba su solicitud (otro hábito en la onda nacional) y que ha resultado ser una conspicua proselitista de la doctrina ultracatólica sobre derechos a la identidad sexual y la salud reproductiva. Dificultades de comunicación, currículos amañados, ideologías reaccionarias y campañas autopromocionales basadas en la pregunta, ¿qué hay de lo mío? Bien pensado, es una representación bastante exacta del país oficial.