El tipo mira a través de la ventana. El cielo de plomo, los tejados acharolados por la lluvia, los viandantes que se apresuran bajo la cúpula abombada de los paraguas y, frente a sus ojos, a unos tres metros de la ventana, un nido devastado de urraca en la horquilla del falso castaño. El escrutador se dice que el nido perteneció a una pareja de picarazas, como se llaman aquí a las urracas, pero no sabe si esos córvidos anidan en los falsos castaños de la calle y tampoco vio nunca a ninguna clase de pájaro del que pudiera decir que anidaba entre las ramas que tiene enfrente. Urraca es un buen nombre para cubrir un hueco del conocimiento y el tipo es por deformación profesional más leal al lenguaje que a los hechos. Quizá esas ramas que forman un cucurucho maltrecho ni siquiera sea un nido. Aunque, ¿qué otra cosa podría ser? El nido, o lo que parece tal, es una realidad de la que se puede predicar poco: que no tiene nombre, ni dueño ni sentido, y que está a punto de desaparecer del mundo sensible. El tipo no es un buen observador y lo que llama observación le sirve para dirigir la mirada a otra parte, lejos de la cadena de causas y efectos, y dar rienda suelta así a cierta propensión soñadora. Hay una mezcla de narcisismo y de aniquilación en el cuadro. El tipo recrea con las palabras un universo frágil, mutante, que no tiene nombre propio y que le incluye a él, y de inmediato, sin pretenderlo siquiera, el mecanismo se pone en marcha. Piensa en sí mismo, y se dice que su existencia ha sido tan plena y vivaz como ha sido posible, para de inmediato reconocer que, en realidad, ha sido una vida larvaria, siempre prendida de las circunstancias. Hay pruebas que confirman los dos puntos de vista contradictorios. Pero, ¿quién va a juzgarlo? El monólogo ha llegado a un callejón sin salida y el monologuista da un paso atrás para salir de escena. El nido sigue ahí. El tipo detesta a los pájaros más a que a ninguna otra especie animal, incluidos insectos y reptiles. Los encuentra arrogantes y repulsivos, con sus ostentosos plumajes, sus cráneos picudos y esmaltados con ojillos minerales, sus invasivos trinos y graznidos, y esa abusiva capacidad para el vuelo cuya fascinación ha creado entre los aburridos humanos una secta de avistadores de pájaros. El odio repentinamente avivado le sirve al tipo para romper la ligazón con la urraca del nido, que él mismo había urdido con sus divagaciones. El odio es un poderoso estimulante para empezar una nueva vida.
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