Tardamos en adquirir conciencia de que las mujeres, o muchas mujeres, tienen miedo de los hombres en circunstancias cotidianas y banales. Cuando el azar nos lleva en la misma dirección que a una desconocida unos pasos por detrás de ella podemos advertir en su lenguaje corporal la inquietud que le invade. La coincidencia en la caja de un ascensor permite detectar su recelo, del que se protege con una mirada que quiere parecer absorta e indiferente. No resulta fácil comprender que los hombres producimos miedo a las mujeres, y aún es más costoso aceptarlo porque no encontramos nada reprobable en nuestra actitud, adaptada a los valores normalizados que rigen la conducta social. ¿Qué hace en esas circunstancias el desconocido del ascensor? Pedir disculpas o ensayar alguna forma de comunicación que distienda la situación parece extravagante e inapropiado, de modo que el hombre se entrega al disfrute del momento: acera la mirada sobre la desconocida, esboza quizás una sonrisa equívoca, y, si no tiene nada mejor en qué pensar, se entrega a alguna fantasía que en la que despoja de su voluntad a la compañera de viaje. En último extremo, reafirma la posición dominante que la educación que ha recibido y la cultura en la que se ha criado le otorgan. Esta pulsión casi natural de lo arraigada que está en el desconocido del ascensor se llama machismo e impregna el clima de oficinas y talleres, las reuniones familiares, los hábitos de la administración, las resoluciones judiciales y también la intelección política. No todos los varones, claro está, dan el perfil de un machista de manual, que empieza a ser una figura grotesca en ciertos ámbitos, pero todos nos hemos criado en una ideología que nos hace ver como una cesión cuando menos costosa, si no insoportable, cualquier renuncia al rol al que creemos tener derecho. El machismo, en sus últimas consecuencias, mata. Una joven que vuelve a casa de noche después de una fiesta está ejerciendo un derecho común que nadie discute, y que está protegido por la ley, pero para el machismo que está en el subsuelo de esta convención es una presa, y a veces encuentra un depredador en su camino.

La previsible resolución del asesinato de la joven desaparecida el verano del año pasado y el hallazgo de su cadáver tras la confesión del sospechoso imputado han dado lugar a una barahúnda de declaraciones, informaciones y opiniones cargadas de hipocresía y mala conciencia, y destinadas a enmendar o borrar los errores y las tonterías que se vertieron durante meses, en los que se buscó en el comportamiento de la joven asesinada y en las circunstancias de su familia los motivos de su desaparición. Especulaciones sin fundamento alguno que enturbiaban el escenario y desplazaban la atención del público de la alternativa más previsible: la acción de un predador sexual, vale decir, un crimen machista. El alboroto mediático de estos días intenta restaurar la buena conciencia social y dejará lo ocurrido en un sórdido, aunque jugoso para la industria del entretenimiento, incidente de página de sucesos. Algunas plataformas feministas lo han denunciado y propuesto alternativas, ya veremos con qué resultado, pero la generalizada sordera del sistema, con el gobierno al frente, dejará el intento en nada. La pregunta es: ¿necesita el equilibrio de la  sociedad que unas cuantas decenas de mujeres sean asesinadas cada año por el hecho de ser mujeres?