Si me preguntan mi opinión, diría que las elecciones catalanas las ha ganado la derecha. Las listas de las dos derechas presentes en la campaña son las que han recibido más votos y tienen más escaños. La excepción de los resultados del pepé es anecdótica a los efectos de este argumento porque hace tiempo que el partido del gobierno central ha renunciado a competir en esa cancha porque no lo necesita y menos después de haber descubierto la pócima mágica del ciento cincuenta y cinco. El pepé ya tiene sustituto en Cataluña, más joven, mejor musculado y más resuelto. Es verdad que las derechas ganadoras representan a dos nacionalismos, por ahora enconados e irreconciliables, el español y el catalán, que terminarán encontrando una fórmula de convivencia, inevitablemente tensa, en cuanto se disipe la humareda y todos descubran que las elecciones han sido por la posesión de la llave de la hacienda. El reencuentro de las dos derechas no será fácil porque hay muchos obstáculos en el camino de ambas: pugnas internas en sus respectivos bloques, procesos penales pendientes, liderazgos nuevos y a menudo extravagantes, y, ahora mismo, la urgencia de la formación de gobierno, que se presta a la enésima escenificación del enfrentamiento. El delirio independentista ha enturbiado el paisaje, ha sacado a los actores de quicio y ha contaminado a la sociedad de emociones tóxicas. Pero las dos listas ganadoras saben lo que vale un peine. Cada vez que vemos a don Mas, con esa robusta mandíbula de tiburón de empresa que la naturaleza le ha otorgado, en los cabildeos de la lista del presidente fugado, entendemos que el dinero pondrá orden en el guirigay reinante en ese bando. Igualmente, es forzoso que en la cosecha que ha obtenido doña Arrimadas, no todos sean votos de náufragos españolistas en el tsunami catalán sino de segmentos amplios de clases medias, acojonados por la fuga de empresas y de clientes, que deben pensar en su negocio más que en su identidad nacional, lo que quiera que sea esto último. El empate de las elecciones anuncia la restauración del equilibrio social bajo el mandato de un gobierno de derecha. En resumen, un retorno a los buenos viejos tiempos de don Pujol, adobados, eso sí, con nueva retórica, que habrá que inventar. En este sentido, los comicios se han desarrollado de acuerdo con el estándar europeo vigente: en caso de duda, vota a la derecha.

Y si alguien tiene que perder, que sea la izquierda, También ese principio se ha cumplido con exactitud en este caso. Todas las listas de izquierda, ya fueran constitucionalistas, independentistas o medio pensionistas, han perdido votos y escaños. La izquierda se tropieza en su propia sombra en cuanto aparecen los nacionalismos en escena pero hay un factor más determinante para este resultado. El electorado europeo empieza  a perecerse al pasaje de las pateras que cruzan el Mediterráneo fletadas dícese que por mafias y cargadas de emigrantes, a los que tanto detestamos: lo importante es permanecer en la embarcación y no caer el agua. Ya llegaremos en algún momento a alguna parte. La caja de herramientas semánticas con la que se intenta reparar el invento tiene algunas que se manejan con desgana e ineficiencia, que si el empleo, las inversiones, el gasto social, la desigualdad, la pobreza energética y todos esos tópicos. Pero lo cierto es que para las famosas clases medias, inquietas por la incertidumbre de sus empleos y negocios y preocupadas por el futuro de sus hijos que han ingresado en el precariado,  estos tópicos que hablan de repartir lo que hay resultan escasamente interesantes, y la izquierda no sabe cómo situarlos en la agenda. Llegados a este punto en que la realidad es inasimilable es cuando nos ponemos a jugar con banderas. La del Tirol del Sur pudo verse en la noche electoral entre los fans que fueron a jalear a don Puigdemont en su corte bruselense.