El pasado domingo hizo un día frío y lluvioso en el pueblo. La deriva del paseante le llevó a la plaza del Castillo, la sala de estar de la ciudad, donde se mostraban unos paneles informativos que daban noticia de la relación del escritor Ernest Hemingway con la ciudad, cuyas fiestas patronales puso en el mapamundi. La exposición tuvo una primera parte el año pasado por estas mismas fechas y en circunstancias climáticas igualmente desapacibles, tan alejadas del sol, el calor y el borbor de la calle, que identifican la relación del escritor y la ciudad. La exposición forma parte de un discurso municipal con el título de El reto de la cultura. Pamplona ciudad abierta, lo que lleva implícita una revisión del dilema cosmopolitismo vs. aldeanismo, que en este pueblo se representa como Hemingway vs. vecindario. El trabajo de los autores de la muestra, Edorta Jiménez y Javier Muñoz, es resultado de una investigación guiada por la curiosidad y el afecto al personaje, muy concienzuda e informativa, que no ha podido soslayar sin embargo la polémica en la que un opinante, llevado por el amor excluyente a la aldea, ha calificado al protagonista de escritor mediocre. Vaya por dios.

Los materiales de la muestra informaban de los personajes que acompañaron a Hemingway en sus juveniles excursiones a la insólita fiesta en la que los toros corrían por las calles, y de otros del círculo del escritor en París que también estuvieron en la ciudad o tuvieron alguna relación, siquiera indirecta, con ella. El vagabundeo de la mirada por los paneles azotados por la lluvia lleva al aldeano al encuentro de Josephine Baker que debe a Hemingway este paratexto casi publicitario: la mujer más sensacional que nadie haya visto o que alguna vez verá. Para el paseante es una epifanía, que diría Jimmy Joyce, otro prójimo de Hemingway. Uno de esos momentos en que la memoria remota es el motor de la existencia. La célebre cantante francesa actuó en el teatro Olimpia de la ciudad en 1930 y recuerda que oyó por primera vez la noticia de su abuelo hace ¿cuánto?, sin duda más de medio siglo, cuando era un adolescente. El abuelo Benjamín, con el que de niño iba al Olimpia a ver funciones de teatro, debía tener cuarenta años en la fecha del recital de la cantante, que provocó un escándalo avivado por las mortíferas fuerzas vivas de la ciudad. ¿Tú la viste?, ¿te gustó? Ahí están, frente a Josephine Baker aterida de frío, el paseante y su abuelo, dos sombras envueltas en la incertidumbre del pasado, en la niebla de preguntas sin respuesta. Ronronea un monólogo interior: el Olimpia fue luego cine Carlos III, con un majestuoso telón de color azul noche, y más tarde lo convirtieron en multicines, y ahora ya no es nada, un hueco tapiado en medio de la ciudad. El paseante, clavado en un pasado inasible, busca el lugar remoto donde habita su abuelo, el calor y la confianza que sintió cuando iba de su mano al teatro o a ver el encierro, mientras la fina y fría lluvia cae sobre la plaza, sobre el recuerdo de Josephine Baker, sobre los vivos y los muertos.