Nada hay más agobiante para cualquiera que ser llamado a comparecer ante un juez o tribunal de justicia por poco o nada que se juegue en el lance. Uno de los rasgos, y no el menos importante, que distingue a los poderosos de los don nadie es la desenvoltura para navegar entre pleitos, bien escoltados por una flotilla de abogados de los de a doblón la hora, y mejor aún si se tiene influencia para elegir al juez, que es formalmente independiente aunque nadie sea independiente de sus circunstancias. Una serie de cambios en el tribunal en la lógica de ese vaivén de plazas vacantes, sustituciones, turnos, recusaciones y demás mecanismos de la rueda dentada de la administración de justicia puede modificar la sentencia final y por ende la suerte de los acusados. Así ha ocurrido, al parecer, en el tribunal que ha de juzgar la caja b del partido del gobierno. Caja b es el nombre que se aplica en finanzas a lo que en todo lo demás se llama doble vida. Doctor Jekyll y míster Hyde que mantienen una relación simbiótica, inescrutable para el común y sobre la presuntamente se pretende arrojar alguna luz a través de la acción de los tribunales. ¿Se puede condenar a Hyde absolviendo a Jekyll? Tal parece el dilema que recorre a la judicatura.

No hay nadie que no albergue la convicción de que el pepé tenía, y quizás aún tenga, una caja b, doble contabilidad, dinero negro o como quiera llamarse a ese flujo de fondos de origen incierto y destino secreto que mantiene engrasadas las canalizaciones del partido y razonablemente contentos con su suerte a los fontaneros. Después de todo, es una práctica en la que han incurrido rutinariamente todos los partidos así llamados constitucionalistas desde hace más de treinta años. De hecho, no podemos imaginarnos el funcionamiento de la democracia, tal como la conocemos, sin ese subterráneo tejido de corrupción. La mala suerte para el pepé radica en que el artefacto b funcionó a pleno rendimiento durante los años de bonanza  y fue descubierto en tiempos de mohína. En realidad, siempre ocurre así. El destape y la imputación de corrupción tienen lugar inmediatamente antes del declive del partido imputado. Le ocurrió al pesoe de don González a principios de los noventa;  más tarde a los democristianos catalanes de unió, también a don Pujol y su partido, y a los socialistas andaluces antes de que perdieran la mayoría absoluta y casi el gobierno de una comunidad que venían pastoreando con maneras de cacique compasivo. En esta remota provincia subpirenaica perdimos muy tempranamente la inocencia allá por finales de los ochenta, cuando un curita recién rebotado del convento e ingresado en las filas socialistas llegó al puente de mando del gobierno local y empezó a llenarse los bolsillos. A otro preboste de la siguiente oleada, de bandera conservadora, se le atribuye la afirmación, estoy en política para hacerme rico, como los socialistas; es posible que se tratara de una irónica bravuconada pero terminó siendo para el vulgo míster diez por ciento. Una mordida abusiva, ciertamente, a juzgar por cómo estaban los precios en otros mercados, como en Cataluña, que era solo del tres por ciento.

No se aprecia lo suficiente que la justicia sea capaz de sentar en el banquillo y en ocasiones, al término de procesos insufriblemente dilatados y prolijos, condenar a algunos individuos de estas tramas universalmente extendidas, en un contexto en que los acusados gozan de toda la simpatía y apoyo del poder ejecutivo y la complicidad siquiera indirecta del legislativo. Llegados a la vista oral después de un sinfín de dilaciones, recursos, sustituciones y demás incidencias procesales, jueces y fiscales parecen encogidos, cautelosos, como quien teme que cualquier palabra impremeditada vaya a abrir el suelo bajo sus pies. Esta actitud reverencial ante la materia juzgable se escenificó con claridad cuando don Rajoy fue llamado a testificar en otro de los procesos contra la red de corrupción de su partido. Entonces, el presidente de la sala dispuso que el testigo estuviera físicamente a la misma altura y en el mismo plano que el tribunal y fue secundado por el mismo presidente en la gestión de las preguntas que le formulaban los abogados de la acusación.

El desplazamiento hacia los tribunales para que sancionen prácticas de corrupción que son competencia de la política y dentro de ella debieran erradicarse es una estrategia destinada a sancionar, si se puede, a unos pocos ejecutores a cambio de conservar intacta la práctica y las estructuras que la hacen posible. Es la dificultad con la que topa la justicia en todas las partes del mundo cuando ha de enfrentarse a organizaciones criminales densas y firmemente asentadas en la sociedad. Pero a los ciudadanos, francamente, agota y desalienta saber que estamos condenados a ser gobernados por una banda mafiosa, eso sí, impecablemente constitucional.