Dos rasgos, uno consecuencia del otro, ayudan a identificar la crisis política en la que chapoteamos. Son: a) la estructura de los partidos políticos y b) consecuencia de la anterior, el modo de selección de las elites gobernantes. Los partidos políticos funcionan como un híbrido de organización leninista y familia mafiosa. Tienen una estructura piramidal y centralizada, operan con la ciega disciplina de los cuadros intermedios y vehiculan sus estrategias a través de un ideario (argumentario, en la jerga), rígido y funcional para los intereses de la cúpula. En este marco, quien desee hacer política debe mantener una lealtad más allá de cualquier razón o interés general y emprender un ascenso lento por el organigrama sin perder de vista nunca los intereses privados que aspira a satisfacer y los ya creados en las redes clientelares que le rodean. En resumen, debe interiorizar y hacer compatibles dos consignas que constituyen el motor de su acción: ¡a sus órdenes, jefe! y ¿qué hay de lo mío? Las élites políticas del país se crían en esta incubadora.

Un o una joven que quiere salir de la incertidumbre y precariedad que le amenaza en su vida privada, busca un padrino que le introduzca en la organización de su preferencia y empieza una dilatada ascensión hacia la cúspide cuyo éxito no depende para nada de su comprensión de la sociedad a la que dice servir, ni de su oratoria y capacidad pedagógica, ni siquiera de su competencia para resolver problemas de interés general. Si quiere hacer carrera en la política, más vale que no preste demasiada atención a sus votantes excepto para halagar sus instintos o para atronarles durante la campaña electoral. Cuando un político se siente desvinculado o desplazado de este esfuerzo cognitivo y volitivo que le exige la militancia y la carrera hacia el poder, cae en la melancolía y en el resentimiento, como demuestra el goteo de declaraciones de los ex don Aznar y don González y otros pelmazos de menor significación. Cuando los desplazados son de talante más tosco o más desinhibido se entregan a un lenguaje tabernario, como ilustró la publicidad de cierta conversación entre dos ex dirigentes del partido del gobierno. El resultado último es siempre el mismo: una pérdida creciente de materia gris en la política, amén de un desgaste imparable de los materiales morales que se supone inspiran el servicio público. Cada día es más fácil llegar a ministro siendo un completo idiota, toda vez que ya se ha acreditado que se puede serlo siendo un afanoso corrupto.

Sirva esta disquisición para introducir la noticia de que un puñado de catedráticos de derecho constitucional ha presentado una propuesta de reforma de la constitución dirigida a resolver los problemas que notoriamente aquejan al país. La propuesta es de una sencillez deslumbrante, como pasada por la navaja de Ockham, y a simple vista se advierte que su implementación, que no requiere procedimiento extraordinario, satisfaría demandas y promovería acuerdos cuya falta en los últimos meses  han resquebrajado la sociedad española hasta límites insoportables. La pregunta es: ¿por qué esta propuesta u otra análoga no ha surgido de los dirigentes políticos que han pilotado la mareante deriva del prusés? En la travesía, el pasaje ha podido apreciar la vengativa cautela de don Rajoy, la ensimismada tozudez de don Puigdemont, la intrépida  desvergüenza de don Mas, el lenguaraz arrojo de don Rufián, el silencio sepulcral de don Sánchez, las dubitaciones tácticas de don Iglesias, el voraz apetito de poder de don Rivera y doña Arrimadas, etcétera, a ninguno de los cuales se la ha ocurrido sentarse ante una mesa con papel y lápiz y esbozar una propuesta inteligible, conciliadora y eficiente como la que han presentadp estos académicos que, empujados por su sentido de responsabilidad cívica, han decidido motu proprio poner sus conocimientos al servicio de la sociedad y del estado, que, por cierto, es el que les paga, como a los políticos.