Sin  hacer otras comparaciones que las justas, diríase que Rusia y España parecen compartir una similar inseguridad sobre su naturaleza, sobre sus derechos como estado y sobre sus límites territoriales, continuamente cuestionados por la historia. Esta podría ser la razón por la que el gobierno ruso se ha mostrado interesado en el conflicto de Cataluña, a través de sus acreditados sistemas de espionaje y desinformación..

A la caída del régimen soviético, hace treinta años, se extendió un tópico en los foros de opinión occidentales, que tenía bastante de cierto, según el cual ningún historiador, politólogo o krelimnólogo, como se les llamaba entonces, había sabido anticipar un acontecimiento de dimensiones colosales y en aquel momento inimaginable. Fue como si ningún astrónomo hubiera avisado del inminente choque de un meteorito contra la Tierra. Pero hubo al menos una excepción a este despiste universal. La historiadora francesa Hélène Carrère D’Encausse sí había apuntado a que las tensiones entre las repúblicas que formaban la unión soviética era la causa principal que amenazaba la implosión del régimen fundado por Lenin y la fracturación de su gigantesco territorio. Ni el estancamiento económico, ni la sangría de la guerra de Afganistán, ni el carácter opresivo del régimen según los estándares liberales, ni la plaga del alcoholismo en la sociedad rusa, que tuvo un papel significativo en el desastre de Chernobyl, todas ellas causas concurrentes en el caída del régimen, hubieran podido, ni juntas ni por separado, abatir aquel imperio. La causa determinante fue la insalvable dificultad que tenía el poder central para atender las demandas de mayor autonomía de las repúblicas y de una revisión constitucional que reequilibrase las relaciones entre el centro y la periferia, para decirlo con palabras de Carrère. Esta demanda a favor de la  descentralización empezó en las tres repúblicas bálticas, que ahora son estados independientes. Al término del proceso, habían brotado en la periferia de Rusia un sinnúmero de nuevos estados, algunos de los cuales, como Ucrania o Bielorrusia, los occidentales jamás habían imaginado que no fueran territorio ruso, con las consecuencias sabidas en la primera de estas repúblicas.

No hace falta exagerar el efecto que esta hipótesis causa en el lector español de ahora mismo. Ni la brutalidad de la política de recortes de gasto social, ni la corrupción de las elites gobernantes, ni el desempleo y la precarización del mercado laboral, ni el ensanchamiento de la desigualdad y el crecimiento de la pobreza, ni cualquiera de los otros efectos de la agenda española han conmovido tanto la arquitectura del llamado régimen del setenta y ocho como la demanda de mayor autonomía de Cataluña, con la independencia como señuelo, que ha llevado a poner en juego un insólito artículo de la constitución que marca un estado de excepción y que no se sabe a dónde conduce. Ocurra lo que ocurra en el futuro, nadie cree que se pueda volver a la normalidad, como predica don Rajoy, entendida esta como un retorno al estatus anterior.

Rusia y España tienen dos rasgos en común: son países periféricos al núcleo continental de Europa y, lo que es más significativo, los dos han sido imperios antes que naciones. La gobernación de un imperio exige un poder centralizado fuerte y una ideología de gran calado compartida por todas las poblaciones que están bajo la autoridad imperial por encima de las diferencias culturales locales, lo que explica el papel de la iglesia católica en España y de la ortodoxa en Rusia. En el imperio, el aparato del estado precede al demos que lo legitima. Un imperio necesita un ejército desplegado, una administración uniforme y una cerrada elite dominante culturalemente homogénea, que oficia como gestora y primera beneficiaria del sistema. En los albores de la edad moderna, la España a la que nos referimos desde los manuales escolares completó su hegemonía peninsular mediante dos conquistas militares, en Navarra y Granada. Después, el azar puso a los pies de los monarcas un vastísimo territorio de ultramar que incorporaron a sus reales posesiones. Un poco más tarde, las derivas dinásticas llevaron al trono a un candidato flamenco que extendió sus dominios al centro de Europa. De este modo se llegó al imperio en el que nunca se ponía el sol. El rey emperador gobernó este inabarcable conjunto de territorios y sociedades de todas clases encerrado en un monasterio carcelario. Durante cuatro siglos, la tarea imposible de España fue mantener un imperio que empezó a desmoronarse en el mismo momento en que alcanzó su máxima expansión. El último fragmento desgajado lo fue hace apenas cuatro décadas, un pedazo de desierto en África occidental, cuando el régimen que precedió al actual aún conservaba pujos imperialistas.

Los dos reinos que sostuvieron esta extenuante empresa histórica desde el centro de la península ibérica –Castilla y Aragón- constituyen lo que hoy se conoce como la España vacía: un vasto territorio casi despoblado, como la estepa rusa, atrasado con arreglo a los estándares europeos y aquejado de menesterosidad crónica, que rodea al núcleo de la capital, donde se concentra el poder político y económico del país y cuyas élites, a falta de imperio, conservan tics imperiales en sus modos de gobierno. Durante los siglos diecinueve y veinte, la tarea española fue construir una nación mientras los cascotes del imperio caían sobre las cabezas de los españoles. El resultado cultural es sabido y ha dado lugar a un género literario tan específico del país como la picaresca  y que puede etiquetarse con aquello de me duele España o España como problema. En este contexto brotó el conflicto de Cataluña. También son sabidos los avatares constitucionales a los que esta zozobra ha dado lugar. Son tres: monarquía parlamentaria con altas dosis de corrupción que dejan intacta la estructura social del país; dictadura militar más o menos larga, y república (dos), breves, azarosas y de final catastrófico. El lector puede marcar con una equis en qué reencarnación cree que estamos ahora. 

P.S. Faltan pocos días para el centenario de la revolución rusa. Es una buena ocasión para enfrascarse en dos libros que describen el principio y el fin, la esperanza y la derrota, de la gran aventura del siglo pasado: Diez días que estremecieron el mundo, de John Reed, y Seis años que cambiaron el mundo, de Hélène Carrère D’Encausse.